La modestia del cine mexicano contemporáneo

Modestos: así son la mayoría de los cineastas mexicanos contemporáneos. Casi ninguno de ellos se atreve a pisar los terrenos de la tragedia o la comedia con todas sus letras. ¿Serán unos consumados ignorantes, incapaces de distinguir entre ambas maneras de dramatizar una anécdota o simplemente estamos ante la "inhibición patólogica del hombre contemporáneo" que describe Enrique Serna en ensayos como "La fisura del témpano" o "La pena sabrosa"? Según el narrador, el culto a la salud está íntimamente ligado al consumo de drogas en tanto ambas prácticas se proponen eludir cualquier forma de sufrimiento; asimismo critica la postura de muchos espectadores que rehuyen la catarsis cinematográfica porque no quieren deprimirse más de lo que, según ellos, ya los deprime la vida real; para estos "cobardes emocionales", el cine no es sino un sucedáneo de las drogas, el remanso semanal donde no se requiere ni pensar ni sentir absolutamente nada desagradable, nada.
Los realizadores cinematográficos nacionales suelen abordar temas espinosos sin reparar en las propiedades enervantes que su público natural le concede al arte que los ocupa. Esto explica fácilmente los fracasos en serie que desfilan por la taquilla semana a semana. Es indudable que nuestro cine contemporáneo quiere ser todo menos complaciente, y lo logra; sin embargo, el fracaso del cine mexicano no se reduce a sus magros ingresos, sino que alcanza la estructura misma de las cintas. El cine mexicano lee de lejitos, le teme a la literatura o la ignora flagrantemente. Algunos incluso pretenden despojar al cine de toda relación con lo literario. La literatura, para muchos no es una fuente, sino a lo mucho un adorno: libros por aquí, citas de fulano por allá, pero casi nunca una idea proveniente de la lectura. De hecho, pedirle un cine de ideas al cine mexicano es pedirle demasiado; pero el conflicto encierra una tara aun más terrible: la mayoría de los cineastas mexicanos, que se pretenden directores, no tienen la menor idea de lo que significa una puesta en escena. Los fotógrafos son notables, los actores hacen, como siempre, lo que Dios les da a entender (pocos, francamente, se inspiran en el set), los técnicos sacan el trabajo dignamente, pero los directores, los capitanes del barco, pasan por alto su principal función: la dramatización. La mayoría de los directores está involucrada en el proceso del guión al grado de que muchos, más de la cuenta, firman como artífices del mismo. El pecado en el que incurren muchos realizadores (creerse genios renacentistas, capaces de escribir, dirigir, editar, musicalizar y actuar sus propias películas), el síndrome de Woody Allen que cunde en los pasillos del CCC y del CUEC, según chismes muy bien informados, es un mal indeseable que se ha dispersado por toda la industria como la peste bubónica en la Edad Media. ¡Así no se puede trabajar! María Novaro, por ejemplo, obviamente no está versada en teoría dramática; de lo contrario, Las buenas hierbas no cojearía del mismo pie del que cojean otras muchas cintas ganadoras, incluso, de premios internacionales, como Lake Tahoe o Daniel y Ana. Todas ellas padecen la misma enfermedad, el susodicho síndrome neoyorquino, la cutre pretensión de hacerlo y serlo todo, como si los genios egresaran de las escuelas de cine. Su aversión a contar una historia no es tan condenable como su incapacidad para contarla. La literatura es un ingrediente del séptimo arte, no su competencia como algunos creen. Si lo creen se debe principalmente a que, quizá sin conciencia, en el fondo no conciben al cine más que como un entretenimiento, exactamente igual que la gran mayoría de los espectadores que los desdeñan en las taquillas. Una cruel paradoja.
Los responsables de las películas citadas anteriormente se preocupan con razón por la música de la cinta, por la paleta de colores, por la dirección de arte, por las actuaciones, pero arrumban a la literatura en el rincón de la muñeca fea porque, insisto, ellos, claro, están filmando una peli, ¿ves?, no son novelistas, ni mucho menos poetas (con la obvia salvedad de que se sienten poetas visuales). Consideran, seguramente, que los novelistas y los guionistas a veces coinciden pero no tienen mucho que ver; asumen, seguramente, que el cine no requiere de minucias literarias porque obedece a su propia lógica, sigue su propia narrativa. Sin duda, las imágenes pueden narrar o argumentar sin necesidad de palabras ni personajes, pero ninguna de esas películas ha optado por el silencio verbal, ninguna de ellas ha prescindido de la categoría "personaje"; luego entonces hay un trabajo literario, dramático, por realizar. La dramatización exige seguir o romper ciertas reglas, algo que nunca ocurre durante dichos filmes. Son, curiosamente, cine evasión, como cualquier blockbuster hollywoodense del más alto presupuesto; la diferencia estriba en que nuestras películas no quieren evadir la realidad sino que la endiosan, evadiendo por consiguiente todo drama, todo exabrupto indigno de la rutina que condenan, alaban o simplemente fotografían. La comedia, evidentemente, ni siquiera ronda por sus cabezas; sólo admiten el humor espontáneo, el sentido del humor que, naturalmente, la vida cotidiana quiera brindarles. Cualquier otra irrupción les parecería artificial, melodramática, falsa. Ésta es su principal ceguera. De tanto escuchar de cine verdad, neorrealismo y ficción documental, se han creído que la vida real puede filmarse a sí misma, y por sí misma ser interesante; han renunciado, por lo tanto, a su tarea primordial, la creación de una realidad llamada ficción, la única realidad posible en el mundo, se han creído, cándidos ellos, que la realidad ya existe.

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