Sencillo con cara de doble

Solía pasar las tardes leyendo baratijas de la biblioteca de Perla, pero ahora aprovecho para escribirte desde la desesperación del esclavo. Todavía no aprendo a manejar ni el automóvil ni la pistola. Es muy posible que eso nunca suceda en realidad. Aunque mis aventuras como conductor me han inyectado deseos irrefrenables de asesinato en distintos grados. Después de todo no me siento tan mal. He descubierto que nadie sabe manejar en México. El nuevo reglamento de tránsito, esa biblia del diablo, me ha causado más dolores de cabeza que mis antiguas clases de filología. Las viejas reglas se instalaban con dificultades en mi cerebro cuando nuestros gobernantes tuvieron la brillante ocurrencia de cambiarlas o, simplemente, añadirles lagunas y deficiencias.
Me siento perdido en esta vorágine de cambios como si se tratara de una desafortunada metáfora de mi triste vida. Ayer era una de las promesas del idioma. Hoy soy el chófer de una anciana indolente y ruin. Te preguntarás para qué uso la pistola. En rigor, no puedo decir que he entrado en acción con ella, pero mis dedos torpes no prometen ningún género de éxitos en cuanto eso tenga que suceder. Lo más seguro es que me desgarre un testículo a las primeras de cambio por mi proclividad a apuntarme hacia el escroto. No sé, Pompis, la vida prometía ser distinta. Han pasado tantos años de nuestros mejores días. Los recuerdos se agolpan en mi memoria como usuarios del sistema de transporte colectivo. Se abren paso a empujones entre la bruma. No es la memoria sino la nostalgia quien los convoca. La nostalgia, esa hermana cursi de la memoria, enamorada de la música instrumental y los pensamientos de tarjeta postal. Pero no, me niego a ser prisionero también de la nostalgia. Diez años atrás no era más feliz que ahora. Sólo tenía menos conciencia del fracaso. Creía que esa palabra nunca me definiría a mí.
En las últimas semanas he tenido una visión extraña. He visto a un hombre muy parecido a mí caminar por las calles del Centro como un desesperado. Siempre trae una mochila negra al hombro, como si fuera un estúpido universitario, aunque su carita de niño no engaña a nadie y seguramente ya se cuenta entre nuestros contemporáneos. Usa unos lentes viejos y rayados, sucios tenis de marca y pantalones descoloridos. Lo he visto más de tres veces esta semana. La primera vez lo vi solo, sentado en las piedras de la calle de la Soledad. La segunda iba de la mano de una mujer borrosa y gris. La tercera lo acompañaba una mujer taciturna, enfundada en un rebozo negro de bolita. Su estado de ánimo parecía distinto en los tres momentos, pero no sabría precisarlo exactamente. La cara de estúpido no se la quita nadie. Me preguntaba si ese hombre es mi doble. Y me parece muy extraño que viva en la misma ciudad. Creo que compartimos una especie de destino. No somos tan distintos como cabría esperar. Uno se imagina a su doble como un personaje diametralmente opuesto, pero en este caso sólo nos distingue la ropa, acaso cierta actitud ante las personas y las cosas. He pensado en lo que ocurriría si un buen día me decido a seguirlo. Sólo tendría que salir del coche de Perla. Y caminar detrás de él hasta descubrir de dónde viene. He pensado incluso en hablar con él, pero temo desatar una paradoja cósmica o descubrir que somos hermanos gemelos separados al nacer, lo cual sería realmente ridículo. He pensado en qué pasaría si acabo con sus días. Tal vez su presencia en el mundo es lo que impide mi impostergable triunfo.

Comentarios

Entradas populares