¡Han raptado a Tongolele!

-Ah, se me olvidaba decirte. Esta noche te vas a quedar en el carro. El lugar está lleno de vetarras y no te quiero babeando en el escote de mis amigas... Ponte a leer un buen libro... 
¿Dónde están los buenos libros cuando los necesitas? En ese vejestorio sólo había decenas de ejemplares del Tv Notas y poco más. Como ya casi me los sabía de memoria, decidí bajarme del carro para estirar las piernas. Era una noche especialmente calurosa. La chamarra casi casi me estorbaba. Decidí quedarme en mangas de camisa y observar esa calle solitaria, llena de árboles antiguos, pobremente iluminada. Concentrado en la música que me acompañaba, no me di cuenta de que alguien se había subido al coche de Perla. Por un momento pensé que se le había olvidado algo pero cuando me di la vuelta mis ojos se estrellaron contra la boca de Yolanda Montes Tongolele. Ese puñado de carne roja, un pequeño volcán en plena erupción, farfullaba indicaciones en un español incomprensible. "Vámonos a la casa", alcancé a entender que decía mientras sus ojos cinematográficos mostraban signos de fastidio y desesperación. Me vi tentado a sacarla de su error pero, qué más daba, Perla saldría hasta las quinientas, cayéndose de borracha, y era preferible darle un raid a Tongolele que quedarme a rumiar mi soledad en esa callecita desierta y sin amor.
Prendí el coche con la secreta esperanza de que la señora se percatara de que no era el suyo, pero una rápida mirada a sus legendarias piernas me incitó a pisar el acelerador. Con Tongo hasta el fin del mundo. Sabía que vivía en la Condesa, y supuse que ya estando ahí sería fácil dar con su dirección, ella misma me serviría de guía en las intrincadas callejuelas de la colonia. No contaba con que la ruca se quedaría dormida como a los diez minutos de iniciado el viaje. Ahí estaba yo, con Tongolele en el asiento trasero, en mitad de una noche caliente, sin saber a ciencia cierta mi destino y en la ingenua creencia de que mi fugaz excursión a la Condesa en mis años de estudiante me serviría como itinerario. No debería ser muy difícil llegar desde Polanco a la Condesa pero en esta ciudad todos los caminos llevan al Circuito Interior. 
No me preguntes cómo es que terminé ahí. Supongo que di un par de vueltas equivocadas. Lo mío nunca ha sido manejar. Un par de semáforos después, me encontraba ya de camino a Toluca. No sé cómo sucedió. Nunca me había perdido y de hecho hasta me burlaba de los conductores insulsos que se extraviaban en el Periférico. Ahora comprendía su amarga suerte. Todo hubiera ido simplemente sobre ruedas hasta que en medio de aquel aparente silencio nocturno se apareció de pronto un estruendo de motores lejanos que amenazaba con aproximarse hacia nosotros con nula precaución. No conforme con pasarse todos los altos, el bendito automóvil, dadas mis conocidas dotes de conductor precavido, nos supuso un blanco fácil para jugar a los carritos chocones.  Lo que comenzó como discretos rozones en las molduras, terminó con violentas estocadas que me endrogaron para toda la vida. El sonido de las calaveras hechas pedazos no era tan cruel para mis oídos como lo fue después la inconfundible voz de Tongolele preguntando con terror qué demonios estaba pasando ahí. El conductor estaba tan borracho o tan drogado que falló en el último intento por embarrarnos en una barda de contención y pisó con furia el acelerador hasta perderse en la noche. Tongolele estaba muy asustada. A buena hora decidió darse cuenta de que yo no era su Jaime ni aquel su Porsche. Le dije que todo había sido una confusión, traté de tranquilizarla pero no pude evitar que dedeara el teclado de su celular como una histérica mientras llamaba a algún policía. Por fortuna, no había un alma en la calle a esas horas de la noche. Como nadie le contestaba, pretendió echarse a correr sin medir las consecuencias de hacerlo con los tacones puestos. La caída no fue brutal pero pudo ser trágica. En brazos del pavimento, sin fuerzas ni conciencia suficiente para levantarse, Tongo tuvo que ceder a mis galanteos y dejarse cargar para que yo pudiera subirla al coche. La verdad es que no tuve fuerzas para cargarla, así que prácticamente arrastré su cuerpo en calidad de bulto hasta el maltratado Mercedes de Perlita. Iba a matarme, no sólo ella sino la humanidad entera, cuando se enterara de que había secuestrado a Tongolele y le había dado la arrastrada de su vida. Con Tongo seminoqueada en el asiento trasero, subí al coche y decidí tomar las riendas de mi vida. No tardamos mucho en llegar a Televisa San Ángel y a partir de ahí, todo fue coser y cantar. Amo y señor de la ciudad de México, crucé avenidas y camellones con la seguridad de un contendiente al Gran Premio de México. Aldo Pereira había ganado la pole position y sin demasiados apuros consiguió regresar al lugar de origen, donde por fortuna todavía nadie buscaba a Doña Tongo. Me habían ganado el lugar de estacionamiento, así que me vi obligado a dar un rodeo para buscar otro sitio donde aparcar. La muerte me tocó las bolas cuando Perlita se me apareció en la entrada de la fiesta y, al reconocer su coche, emitió un silbido de arriero que me dejó helado. Quise huir y perderme en provincia para que nadie nunca recordara ni mi nombre, pero una inercia demoníaca me arrastró hacia Perla y no pude detenerme. 
-¿A dónde crees que vas?... Le dije a Yolanda que me esperaran...
-¿Cómo dices?
-¿Ya te dijo dónde vive?
-No... no me ha dicho nada...
-Y entonces, ¿a dónde diablos ibas?... Mira nada más, está toda borracha... ¡Dios mío!... ¡Qué arrastrada le pusieron! ¡Qué barbaridad!... ¡Son unos salvajes!... Vamos a la Condesa. Y córrele, porque tenemos que regresar por otra amiga. Ya nadie tiene chofer en estos días. Se ha vuelto muy difícil confiar en la gente.

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