Ayer desié que te murieras

La literatura produce insomnio, no seré yo quien venga a revelarlo, pero el insomnio me produce tensión (lo cual nadie sabía, aunque podría conjeturarse fácilmente). Escribir un diario implica una disciplina que hasta ahora no he podido mantener. Soy indisciplinado por eutanomasia. Arturo Xicoténcatl, un pediorista deportivo que trabaja para la w (fue nadador, le chifla el ajedrez y cita a séneca) recomendaba hace un par de mañanas hacer caso omiso de los berrinches de un niño ante el insolente padre que lo levanta a las cinco de la mañana para practicar un hermoso deporte (sea éste cual fuere). Algunos de sus brillantes compañeros en la "mesa de trabajo", le reprochaban que tal conducta deviene casi siempre en una aversión neurótica por el deporte. Xico, siempre superior, mal que me pese, porfió en su argumento: la discplina nacida de la práctica deportiva, según él, reconozco que no le falta razón, beneficia de muchas maneras al niño, pero también, esto lo añado yo, lo convierte en un neurótico insoportable. Enrique Serna, dios entre los dioses de la literatura dionisíaca, ha explorado agudamente en la psique del neurótico mexicano y en alguna de sus páginas llega a confesar, no sin cierta amargura, "nos educaron para ser importantes, no para ser felices." Él mismo se asume como un neurótico perdido y de su reflexíón, como siempre, extraigo una propia, o más bien me lo plagio, perdón, parafraseo: sin duda la discplina es básica en la formación de cualquier ser humano, pero como todo en la vida, las consecuencias suelen ser funestas; detrás del bienestar suele ocultarse un tumor en la matriz gangrenada. Personalmente prefiero levantarme a las 10 que madrugar, en primer lugar porque me duermo muy tarde y en segundo porque, si me levanto temprano, a las cinco de la tarde ya soy una especie de zombie congelado, incapaz de siquiera vegetar como dios manda. Me niego a dormir la siesta. Es mejor ser conocida como "la que se levanta tarde" que andar durmiéndose en los camiones, o en un silloncito de la oficina. Sé que muchos lo hacen porque no les queda de otra, pero la mayoría guarda en el inconciente esa cantaleta de la disciplina que neurotiza a la humanidad con riesgo de volver a prácticas que, oh, por dios, creíamos superadas. "Crucifican a cuatro en Cd. Juárez"
Ya muy neuras me levanté a defecar y respirar un día más nublado. Odio la lluvia. La odio. Lavé mis pantaletas, le eché un ojo a una película que me chuté más tarde (Señora Tentación), cuyo título se robaron para una telenovela de Cirugía Méndez, y abordé un tren a Pavlovsk, cerca de San Petersburgo, donde el príncipe Myshkin se reuniría con su virtual asesino. Tal vez todo se solucionaría si se disputaran a Natacha, otro nombre de telenovela peruana, y de película con Ricardo Blume, en un duelo al sol donde los padrinos fueran Dostoyevski y Pushkin. ¡Sería tan mono! Sería digno de Woody Allen.
Señora Tentación es la típica película moralista de un tal José Diaz Morales que regañó a varias generaciones de mexicanos desde su púlpito cinematográfico. En sus cintas casi siempre salen viejas semidesnudas y estoy tentado a creer que era un pederasta del Opus Dei. Además, la susodicha movie ostenta el no escaso mérito de ser una de las primeras películas de Ninón Sevilla, quien sale de rumbera, por supuesto, y todavía con un marcado acento de jinetera. Se trata de una producción de los Calderón, familia de donde surgió el Pigmalión de nuestra heroína caribeña, por lo que se explica fácilmente el inmerecido crédito para Ninón Sevilla. En realidad, los protagonistas son David Silva (Campeón sin corona) y Susana Guízar (pariente del autor de Guadalajara Guadalajara) quien interpreta a una de las tantas cieguitas infumables de la filmografía nacional, aunque ésta me parece especialmente bonita. David Silva, homónimo del gachúpín valenciano que nos empató esta tarde en el Azteca, interpreta, por su parte, a un miserable compositor, a todas luces un Agustín Lara cualquiera, arrastrado a los fangos de la pasión por una "cancionista" a la que le urgía una visita al otorrinolaringólogo (a todas luces una especie de María Félix narizona). Esta señora, la señora tentación, me recordó las tribulaciones de Bulmaro Díaz en La sangre erguida, la más reciente novela de Enrique Serna. Como David Silva, el protagonista de La sangre erguida lo pierde todo por el amor de una cancionista, en este caso una domicana de ultra cuerpazo, para teminar culpando de su desgracia a la rídicula pasión que lo obnubila, encarnada, nunca mejor dicho, en su miembro viril. En el triste caso del compositor Alfredo del Valle, o algo así, interpretado por el campeón sin corona, la pasión es una ceguera momentánea, porque, claro, él en realidad sería la buena onda si no fuera por la méndiga tentación ésa. Ja, al final lo matan. Sólo por calenturiento. Los moralistas no perdonan. En la historia de Serna, Bulmaro recala en chirona por culpa de su falo (alter ego insustituible), pero su negra, creo, le entra a las visitas conyugales. En el fondo de ambas obras radica la misma cuestión: ¿el ser humano tiene redención? Según Díaz Morales, sí, tal vez la muerte. Para Serna, el hombre no necesita ser redimido. Somos apolíneos y dionisiacos al mismo tiempo. Eso es todo.

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