"Oh, Siddharta Gautama, tú tenías razón"

Aldo Pereira volvió a dormirse en el micro. Hacinado en un rincón del asiento trasero, cabeceaba contra los cristales cuando le ganaba el sueño durante el viaje. Casi siempre, la noche lo agarraba en la mitad del recorrido, atorado en el tránsito de Periférico y Vaqueritos. -¡Joven! ¡Despierte, joven! ¡Ya llegamos!- trató de advertirle una compasiva señora, pero el joven la ignoró amodorrado. -¡¡¡Servidos!!!- gritó entonces el chofer. Aldo se despertó avergonzado. Nunca había pasado por un trance público tan bochornoso. Humillado por la sonrisa burlona del microbusero, se escurrió de la escena tan rápido como pudo con unas ganas inmensas de que la tierra se tragara al chafirete con todo y su montón de fierros viejos. La incuria de la ciudad de los palacios podría, tal vez, arrugarle un poco su elegante traje a cuadros, pero nunca lograría tocarle ni un solo pelo a su espíritu de flaneur.
Aldo Pereira se había impuesto la misión, a todas luces decrépita, de revisitar ciertas costumbres modernistas. Manuel Gutiérrez Nájera, uno de sus ídolos de entonces, habría aprobado sin reservas el rancio apostolado que estaba emprendiendo. Si México deseaba realmente sumarse a las filas del primer mundo y la democracia republicana, su primera tarea debería consistir en revalorar su glorioso pasado porfirista. Las calles polvorientas de la cuna de la mexicaneidad no coincidían en modo alguno con su atuendo. La discordancia entre el nuevo milenio y su carrete era tan flagrante que todos los transeúntes parecían querer crucificar su mal gusto en el Cerro de la Estrella; pero a Aldo no le importaba, o le importaba poco, apenas lo suficiente como para deshacerse del malhadado carrete a la menor manifestación de escarnio. Para venerar a los héroes de su parnaso personal no era necesario transigir con el ridículo. Sí lo era, en cambio, acudir a su lectura, empaparse de su sabiduría, solazarse con su exotismo prodigioso, recitar a voz en cuello uno de esos poemas con resonancias personales: “Oh, Siddharta Gautama, tú tenías razón: las angustias nos vienen del deseo…”
Amado Nervo también tenía razón. Pompis Osorio, su primo, no llegaría sino hasta la medianoche: extasiado, sediento de más placer, de más gloria, de más fanfarrias eróticas y boato intelectual. La reunión con aquella ninfa de la izquierda revolucionaria lo había llenado de lumbres nuevas, habían renacido en él compromisos extintos; la bella sibila le había revelado el arcano irreversible de su porvenir: la buena nueva. La unidad habitacional Amanecer Canal de Garay ya dormía el sueño de los justos y no tenía presupuesto para recibir con luminarias a un pecador insomne con ínfulas de justiciero. Pompis se escabulló silenciosamente hasta su departamento en medio del rumor de los perros. Odiaba a esos malditos animales sin dueño que se apostaban en la plaza de armas de la unidad: la recurrente idea de exterminarlos cruzó nuevamente por su calenturienta cabeza. Aldo Pereira, mientras tanto, roncaba en la sala como un bendito. Solía, a la usanza de un francófilo recalcitrante, poner filmes de Goddard para conciliar el sueño.
-¿Siquiera te la cogiste?- le preguntó Pereira a Pompis, ansioso de saber si el plantón de la tarde había valido un poco la pena.
-¡Te vale madres!
-No te hagas pendejo. ¡Te la cogiste! ¿A quién quieres engañar?
-¡Cállate, pendejo! ¡Te va a oír mi mamá!
Sí, Pompis Osorio había fornicado una y otra vez con Lenia Malo, una de sus compañeras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Se conocieron en los albores de la carrera durante una función cinematográfica dentro del auditorio Ernesto Guevara de la Serna. Aquel descenso a las catacumbas universitarias trajo consigo algo más que manoseos indecentes y películas pornográficas. Pompis se había internado en esos albañales en busca de manjares que robustecieran su desnutrido compromiso político. Era un alma curiosa, un duendecillo con nalgas más firmes que sus convicciones. Había participado en la huelga más prolongada de la historia universitaria sin manchar su aburguesado plumaje. A los primeros visos de aburrimiento, huyó como un cobarde del seno revolucionario, y se sentía culpable. Un hombre de verdad, la clase de hombre en que quería convertirse, no podía vivir ajeno a la grilla universitaria. Su traición a los paristas no había sido otra cosa que apatía burguesa, abulia patrocinada por el capital, hastío inducido.
Aldo Pereira lo había convertido en su sombra inane desde que sus destinos se cruzaron en la Preparatoria: Pompis y su familia en bancarrota llegaron al Arenal en el verano del noventa y siete. A los pocos meses, su padre murió de cirrosis. Con su madre viuda hecha un manojo de remordimientos, Pompis Osorio vio en su primo Aldo Pereira un ancla en la realidad, el arcángel infernal que lo libraría del doloroso ostracismo de la orfandad. Los consejos de su padre se diluyeron en la prosa fácil de Pereira, en su amor infinito por la banalidad. Pompis olvidó pronto las lecturas contestatarias de que lo nutrió su padre para sumergir su pelambre en las aguas viscosas de la palabrería inmortal. Ni en sueños le habría cruzado por la mente estudiar literatura, si no se hubiera topado con el alma, enferma de novelería y ficción, de su primo Aldo Pereira: el amor de Aldo por la mentira sólo era comparable con su amor por sí mismo. Era un narcisista de la mejor escuela, formado en la televisión y en los clásicos del cine nacional. En el melodrama y la comedia ligera, Aldo Pereira había cifrado su porvenir. No sólo tomó lecciones de educación sentimental en esa casa de muñecas, sino que adivinó, en la figura del escritor por encargo, el refugio de su espíritu atormentado.
Durante su estancia en la Preparatoria, Aldo conocería los grandes nombres de la literatura universal, la palabrería inmortal de la que sin querer su primo lo nutriría. Pompis Osorio concebía la novela como un pasatiempo ilustrado que le habían inculcado sus padres, dueños de una extensa biblioteca. Aldo, en cambio, veía en las novelas no sólo la fuente original del melodrama electrónico al que era tan afecto, sino también el único universo digno de ser habitado por el hombre. Pompis Osorio le enseñó a su primo que la historia del mundo podía latir detrás del cascarón de una telenovela. Toda esa escoria sentimental que lo había formado abrevaba hasta la saciedad en los esquemas clásicos de la novela romántica. Pompis le inoculó a su primo el germen de la novela sin sospechar que de esa forma estaba encauzando su propio destino. La paulatina introducción de Aldo en los clásicos de la lírica romántica y de la prosa realista fue de la mano con sus primeros pasos en la Preparatoria hasta que la huelga hizo estallar el ocio en mil pedazos. Entonces sí que tuvieron tiempo de entregarse por completo a la lectura de la narrativa latinoamericana, de desvelarse viendo películas clásicas en el canal once, de recorrer las calles de la ciudad como si de su alcoba se tratase: conocieron palmo a palmo, terreno a terreno, con una curiosidad innata, el centro histórico de la ciudad de México.
-¡Pompis! ¡Me escandalizas!
-¿No querías saber detalles? Ahí los tienes.
-Pero si ya sabes que esto va a acabar mal…
-¡No me empieces a echar la sal! Esta vez sí va en serio. Estoy completamente seguro de que Lenia es LA mujer de mi vida.
-En primer lugar, yo no estaría tan seguro de que es una mujer. No tiene chichis.
-¡Ay! ¡Por favor! Tú, ¡qué vas a saber de mujeres! En tu vida has visto a una encuerada.
La muerte de su padre había dispersado la atención del joven Pompis Osorio. El alumno modelo se convirtió de pronto en un adolescente distraído y desganado. Enterró muchas horas de clase en las tumbas de la Prepa Cinco con Aldo Pereira como cómplice y acompañante. Habría tronado varias materias si el paro de labores no lo hubiera salvado de la ignominia ante los anteojos ahumados de su madre. Quizá para compensar la pachorra emocional que había exudado hasta entonces, Pompis Osorio se armó de un desmedido entusiasmo a favor de las causas de la huelga. Pintó mantas y paredes como si la vida le fuera en ello y, a cambio, obtuvo la suprema confianza de los líderes del movimiento. Sin embargo, pronto se cansó de hacer guardias y vivir en las comunas. Aldo se lo encontró de casualidad en el centro durante una marcha en conmemoración de la matanza del Jueves de Corpus. Esa noche, Pompis no regresaría a su trinchera de la Preparatoria Nacional.
A partir de esa fecha, los primos se volvieron inseparables. Por supuesto que ninguno de los dos se paró nunca en las clases extramuros. Su metamorfosis en vagos adolescentes sin oficio ni beneficio les resultaba mucho más atractiva. Tras un año de huelga, regresaron a las clases con la cabeza llena de realismo mágico y de cine hollywoodense de los cincuenta. Ambos cumplían con los horarios de clase como dios les daba a entender, porque descubrieron, al calce, que la literatura era una escuela mucho más provechosa para sus mentes sedientas de evasión. Su bohemia particular se complementaba a las mil maravillas con la bohemia contracultural de la Preparatoria. Su afortunado encuentro con maestros dicharacheros que desgranaban chismes sobre la historia patria terminó por inclinarlos definitivamente hacia el lado oscuro de la Creación. La ficción se convirtió en la patria de ambos.
-Entonces, ¿toda esa calentura devino en una conversación sobre el desafuero de Andrés Manuel López Obrador?
-Mañana vamos a ir a un mitín en Copilco. ¿No quieres venir?
-¿Me estás invitando a un mitin? No mames. Tengo cosas más importantes que hacer en la vida.
Aldo cerró la puerta del baño en las narices de su primo. ¡Qué se regresara al tilín de donde había salido! Ya no le bastaba con relatarle sus porquerías, ahora también pretendía indoctrinarlo en la fe de la democracia y el progreso. ¡Como si no lo conociera! Sus romances con criollitas coyoacanenses siempre desembarcaban en la misma isla desierta: lágrimas en nombre de la pérfida y boleros cantados al calor de una borrachera: “Estoy perdido y no sé qué camino me trajo hasta aquí, tanto he sufrido que hasta en mi delirio me acuerdo de ti… Hoy, vago solo en el mundo sin ti. No sé si pueda volverte a besar. Y como un niño me pongo a llorar porque ya te perdí.” Aldo Pereira ya no quería ser el paño de lágrimas de su primo ni podía seguir durmiendo en las sábanas de terceros. Necesitaba lastimar su propia piel, arañarse, sentirse nuevamente herido, ultrajado por el amor: darle rienda suelta a su imaginación erótica montado en las ancas de una potra sin inhibiciones; enterrar el pasado bocabajo para volver a nacer.

Comentarios

Entradas populares