Los perros de la lujuria

Guadalupe Santiago tenía unas ganas inmensas de beberse un trago, pero se había prometido a sí misma que nunca más volvería a tomar. Ningún hombre valía la pena de convertirse al alcoholismo. Desde que el Guachi la abandonó, la vida le opuso una resistencia que había sabido vencer con los años. La cocina económica que montó con sus ahorros le permitía hacerle a otros giros comerciales como el de la venta de basura por catálogo entre sus conocidos y los comensales frecuentes. Su vida era tan aburrida como un partido de la liga italiana hasta que las insinuaciones de Aldo Pereira comenzaron a producirle escalofríos. Temerosa de las calamidades que podría acarrearle esa monserga adolescente, había decidido despreciarlo diplomáticamente, sin sospechar que tales desdenes atizaban el fuego en el que se abrasaba un Aldo Pereira demasiado caliente como para dejarse intimidar por el rechazo. Convencida de que su pretendiente sufría los estragos de una simple calentura, esperaba la noticia de su noviazgo con una niña de su edad como se aguarda la muerte. Después de todo, en el patio trasero de su conciencia, la vanidad reinante le ordenaba que no extinguiera ese fuego. Esas palabras de amor, aunque falsas, habían destapado una caja de Pandora que ni las buenas maneras ni la vergüenza podrían sellar con sus perezosos intentos.
¿Por qué tenía que pasarme esto a mí?, llegó a preguntarse Guadalupe, mientras hacía cuentas en la barra del comedor. Justo cuando la menopausia parecía haberla dejado tranquila, una enfermedad venérea denominada Aldo Pereira había llegado para alterar su fisiología nuevamente. Guadalupe había descubierto en sí misma, durante el tacto mamario, malsanos deseos de que fueran las manos de Aldo las que exploraran los recovecos de sus generosas pechugas. Pero más allá de los retorcidos apetitos de su cuerpo, se encontraba la lealtad a la que obliga una amistad de más de cuarenta años. ¿Qué pensaría su comadre si supiera que en la cochambrosa cocina de una maldita pederasta como ella se preparaba a fuego lento un romance genital con su nieto favorito?
Aldo Pereira y Pompis Osorio eran los consentidos de Emma Roldán. Cuando la visitaban, su abuela los atendía como a reyes, dándoles cínica preferencia sobre el resto de los nietos. Aldo, en especial, había crecido asido de sus faldas desde que sus padres se separaron, como si la abuela quisiera compensar con su afecto las broncas que el niño presenciaba en casa. La televisión los volvió inseparables. Todas las tardes, Aldo volvía corriendo de la primaria para sentarse junto a ella y presenciar los azotes de Libertangos Lamarque. Al anochecer, como preludio a un sueño tranquilo, no podían perderse un solo capítulo de la escabrosa telenovela para adultos ni los titulares sangrientos de los noticiarios. Para colmo, Aldo Pereira tarareaba la música ranchera como si fuera la letanía. Emma Roldán lo había hecho a su imagen y semejanza.
Desde su retorno al nido, la presencia de Guadalupe era frecuente en las comilonas dominicales de la familia Beltrán-Roldán; sin embargo, a raíz del acoso de Aldo, la comadre había preferido ahorrarse sus visitas o, en caso de hacerlas, procurar que fueran entre semana para evitar un encuentro incandescente con Aldo Pereira. El ardiente jovencito se había convertido a la audacia y era capaz de insinuársele en plena sala cuando su abuelita se levantaba a preparar el café. En ocasiones, Guadalupe no podía ocultar su arrobo y la inquietaba que un signo como ese delatara ante Pereira la reacción en cadena que sufría su sistema nervioso. Sólo en el silencio del hogar, concentrada en el tejido, lograba evadirse un poco de su inminente caída en el dulce pecado de la carne, pero mientras estaba en el mercado, aturdida por el ruido, en su cabeza no dejaban de ladrar los perros de la lujuria. Con sólo imaginar la reluciente armadura de su caballero, Guadalupe sentía ganas de quitarse los calzones. Pero ella no iba a traicionar a una amiga. Se convertiría en santa, se flagelaría si llegara a ser necesario, con tal de conservar ilesa la eterna complicidad que la unía con su comadre.

Comentarios

Entradas populares