Morelos

Como de costumbre, el Dr. Morelos Xicoténcatl salió temprano de su modesta residencia en San Ángel. A pesar de haberse desvelado calificando los precarios ensayos de sus alumnos, amaneció regio, como si no le hubieran pasado ya seis décadas encima. Catedrático de la Universidad por más de treinta años, Morelos se había ido decepcionando gradualmente del magisterio debido al pésimo nivel académico que, semestre tras semestre, presumía la matrícula de Letras Hispánicas. El rigor se ha vuelto un desconocido para ustedes, nos decía, se les hace muy fácil inscribirse con los trasatlánticos más célebres de Facultad sin reparar en que, a la larga, lamentarán haber desperdiciado todo lo que la universidad pública les ofrece. Fuera de estos muros, se supone que nuestras aulas son un foro de discusión continua donde los alumnos son adoctrinados para derrocar al sistema. Me dan pena los que piensan así. Ignoran que tal cosa ha dejado de ocurrir desde hace mucho tiempo. Hoy, la Facultad de Filosofía y Letras compite intelectualmente con la de Trabajo Social.
La crema y nata de nuestros egresados, continuó, anhela becas de maestría y doctorados en el Colegio de México. No los culpo, dijo, acercándose a una de nuestras compañeras, se han dado cuenta de que nuestra escuela es el camino más cercano al desempleo y tratan de asegurar la chuleta sin lastimar su dignidad académica.- Artemisa no se dio por aludida, pero todos en el salón cuchicheaban alrededor de su porcina figura. –El resto -prosiguió Morelos-, la masa estudiantil que conforma el grueso de nuestra matrícula elige cursar las licenciaturas que aquí se imparten engañada por la pereza mental, esa seductora hetaira que subestima la literatura como objeto de estudio. Una vez descubierto el embuste, las consecuencias son diversas: algunos abandonan, otros se cambian de carrera, pero los más deciden embarcarse en las susodichas naves viajando de noche por este océano. Pocos, muy pocos, llegan a nuestras clases con la ilusión de convertirse en verdaderos hombres de letras.
Morelos habló demasiado aquella mañana de noviembre. Si le dábamos tanta flojera como seres humanos para qué nos pedía trabajos, cuál era el objeto de solicitarles ensayos a analfabetas funcionales con credencial universitaria. Lenia Malo, esa estúpida arribista de rastas rubias, se declaró en contra del discurso del Dr. Morelos.
-No creo que encasillar o clasificar a los alumnos como si fueran ganado sea la actitud que debe asumir un profesor universitario. Usted critica severamente a los estudiantes, pero qué pasa con los maestros. ¿Quién los califica a ustedes?
-Acabo de decir que algunos de los maestros de esta Facultad no son dignos de pertenecer a ella…
-Pero diga nombres… o sea, porque si vamos a refugiarnos en especulaciones, sería mejor no decir nada.
-¿Quiere nombres, señorita Malo? Maravilla Rivas Cacho, ese es un nombre. Evangelina Morazán, ¿le gusta este otro nombre? Podría seguir, pero no sería ético.
-¿Considera usted muy ético lo que acaba de decir? Son sus colegas, debería usted guardarle un poco más de respeto al gremio.
-Créame, camarada Lenia, esta es la mejor manera que conozco de respetar a mi gremio.
Morelos se guardó su habitual sonrisa socarrona y abandonó el aula cantando una tonadilla incomprensible. Artemisa encendió un cigarro. ¿Quieres?- le preguntó a una Lenia Malo desencajada por el coraje. No podía creer la rabieta que le había hecho pasar ese maestrucho de quinta que no sabía nada de nada. Tranquilízate, le suplicó Pompis, así es Morelos, ya lo conoces. Además, a ti qué más te da, si tu ensayo fue de los mejores. ¿Qué más me da? ¿Estás hablando en serio? ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Tú crees que yo voy por la vida como una alimaña egoísta a la que no le preocupan los demás? ¡Si tú eres así, felicidades! ¡No te quiero volver a ver en mi vida! La camarada Lenia se levantó furiosa del pupitre para echarse a llorar en los pasillos. Pompis Osorio salió corriendo detrás de su amada.

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