Caminata nocturna

Se cansó de esperar un coche ecológico. Pompis Osorio regresó caminando a su departamento. Nadie en su sano juicio se atrevería a dar un paso en el Periférico Oriente más allá de las doce de la noche, pero nuestro héroe de bronce se creía esculpido para conmemorar hazañas mucho más célebres que una modesta caminata nocturna. Lenia Malo no se había curado del susto todavía. No pensé que vivieras tan lejos, amor, le había dicho en el camino como preludio a su abandono en la boca del metro. No hay bronca, bebé, el metro se va de volada.- respondió el imbécil. Si bien Pompis había conseguido lo que los secuestradores aún no lograban, Lenia ya no estaba dispuesta a arriesgar el pellejo en el Canal de Garay tan sólo por cuidarle las talegas a su amante. ¡Ni qué estuviera tan bueno!
La primera vez que le dio un aventón hasta su casa había sido una muestra de solidaridad con su nuevo amor, pero llevarlo diario ya implicaba una codependencia. Cada quién necesitaba su espacio. La suya era una relación abierta donde el viento fresco nunca dejaba de soplar. Si Pompis tuviera carro sería diferente. Entonces él tendría que llevarla a ella. Pero no podía comparar una hermosa calle arbolada de Coyoacan con el estercolero de graffiti donde vivía. Ese páramo de tinieblas no podía ser seguro a ninguna hora del día, por más que Pompis se ufanara de nunca haber visto nada raro. Claro, a él le parecía muy normal que los micros se pararan en cada esquina, que no hubiera más que zarrapastrosos por las calles de su barrio, que los peatones se atravesaran el Periférico como almas en busca de una muerte violenta que purgara su tediosa vida terrenal. Pero Lenia nunca transigiría con asesinar cristianos, por muy jodidos que éstos estuvieran. Cómo podía pensar eso de ella. Al contrario, se había horrorizado cuando en una reunión, de más pequeña, había escuchado la propuesta aterradora de esterilizar a las mujeres de los barrios populares. Indignada, salió en defensa de los derechos reproductivos de la mujer. Alegó que todos los seres humanos teníamos el mismo derecho a procrear los hijos que nos diera la gana. Calificó de criminal una política en ese sentido y juzgó de vileza el comentario de la lengua viperina, que, apenada, se justificó con el viejo truco de que era una broma. Lenia intuyó que, en el fondo, el escritorcete ese creía firmemente en lo que había dicho, pero le habían faltado huevos para sostenerlo en medio de aquella comunidad de científicos sociales y progresistas biempensantes. Pompis estuvo de acuerdo. Era monstruoso decidir sobre las personas de esa truculenta manera. Tan sólo pensarlo le producía escalofríos. Vicente Fox podría ser tan sólo un bigote, un sátrapa catolicista, un gato con botas, pero nunca lo creería capaz de caer tan bajo. Esas prácticas eugenésicas eran propias de un Hitler, de un Passolini (sic), no de un católico moderado como el presidente.
¿Católico moderado?, reviró Lenia Malo. Fox era un hijo de puta capaz de eso y más. El yunque estaba detrás de él y esos sí que eran peligrosos. Se habían propuesto instaurar el reino de Dios en tierras mexicanas y no pararían hasta conseguirlo. Pompis no los conocía, pero Lenia sabía perfectamente cómo se las gastaban. Si atacaban con tanto ahínco a López Obrador era porque veían en él al nuevo Juárez, un republicano de cepa que los regresaría a sus templos y los obligaría a guardar un voto de silencio en aras del estado laico, un término que a los cristeros les repugnaba. ¿Laico? México no era un Estado laico, decían ellos. Eso lo inventó Juárez para destruirnos, para hacernos callar. Pero no lo consiguió y hemos renacido, hemos renacido porque nadie puede hacer callar la voz de Dios. Sí, así se expresaban, esa era su forma de atacar los principios de una república democrática como la mexicana, con sermones. Reino de la falacia, eso era el discurso religioso en México. Los actos de fe podían perdonárseles a las abuelas, pero no a un Estado moderno. La religión católica debería guardar la discreción que observaban las otras, abandonar ese tonito de religión superior; de lo contrario, en las nuevas condiciones del mundo, no le auguraba otro destino más que el de la extinción. ¿Tú crees que algún día se acabe la religión católica?- preguntó Pompis Osorio, intrigado. -Por el bien de México, ojalá, y que sea pronto.
Lenia tenía muchos puntos a los ojos de Pompis. El catolicismo era la razón principal de nuestro retraso. En otros países progresistas, donde se respetaba por igual a todas las religiones, el pensamiento y la tecnología iban a la vanguardia. En cambio aquí, no se podía mover un dedo sin la voluntad de dios, del dios católico, para ser más precisos. Emma Roldán, su abuela, era el ejemplo perfecto de la mochería mexicana: decía temer a dios de dientes para afuera, pero en realidad se había cansado de pecar toda su vida. Era normal, su condición humana la hacía proclive a enamorarse de más de un hombre, a tener hijos de esas relaciones, pero a quién le importaba eso, por qué esa pretensión de ocultar un pasado que sólo a ojos cristeros podría resultar bochornoso. Amar era la cosa más natural del mundo, había pensado Pompis, mientras acariciaba el cabello rubio de su amante. Lenia era su mujer y debería estar orgulloso de que así fuera porque pocos hombres podían presumir, en México, de ser amados por una mujer tan brillante como ella. No sólo había heredado la inteligencia y la conciencia política de su abuelo, sino que, además, conservaba la sensibilidad y la bonhomía propias de su sexo. Lenia, como las heroínas románticas de antaño, estaba dispuesta a sacrificarse a sí misma por un ideal, pero, a diferencia del acto egoísta de aquellas mujeres, la voluntad de su amada no se rendiría ante un hombre ideal, ante un príncipe hermoso, sino ante las causas más sagradas de la historia de la humanidad: la justicia y la reivindicación de los desposeídos.
¿Tenía razón Aldo Pereira? ¿Por eso andaba Lenia con Pompis? ¿Para exhibirse ante el mundo como una justiciera social coherente a quien no le importaba el status de su compañero? ¿Para sentirse superior frente a un hombre y halagar su gen feminista? Pompis no lo creía. Lenia le había demostrado estar muy por encima de esas canalladas ideológicas. Creía en la justicia, en la libertad, era una mujer de ideales, no una perversa cómica detrás de una careta, como se la pintaba su primo. Por eso la amaba, porque era sensible e inteligente al mismo tiempo. Su feminidad y coquetería no eran incompatibles con su lucidez. Estaba muy bien informada. No en vano había crecido en el Círculo Rojo, donde nadie podía vivir en el error por mucho tiempo. Pompis no podía sino creer en lo que Lenia le dijera. Sin duda, a ella le asistía la razón.
Su caminata nocturna se había prolongado durante mucho tiempo, pero avanzaba poco hacia su destino. El frío del sereno amenazaba con resfriarlo, pero ni un alma automotriz se aparecía por las calles, sólo ráfagas de gasolina sin amor por el prójimo, sólo ese extraño rumor que se le hacía cada vez más sospechoso y más cercano. ¿Quién andaba por ahí? ¿Una bicicleta a esas horas? ¿Sería un ladrón? Después de todo, Lenia tenía razón. A quién se le ocurre vivir en Iztapalapa, el peor lugar sobre la tierra, la escoria geográfica más grande del mundo. Tenía razón Aldo Pereira. ¡Qué lejos estaban del mundo real, donde ocurría verdaderamente la historia del país, el epicentro de la vida nacional! Iztapalapa era el patio trasero de la ciudad de México. Sólo a un maldito ingenuo como él se le ocurría caminar por esas sucias calles en la madrugada. Ahí estaban las consecuencias, unos bandidos ciclistas le arrebatarían la cartera y quizá la vida por su estúpido capricho de no llamar a un taxi de sitio. De mucho le servirían sus ahorros en el inframundo, en la tierra de los muertos a la que lo enviarían esos emisarios del lumpen.
Pompis Osorio se trabó en la disyuntiva interna de correr o aguantar el atraco estoicamente. –Súbete, carnal.- El ciclista asaltante no venía solo, como Pompis había presentido, lo acompañaba un delincuente más. No me hagan nada, pensó en decir Pompis Osorio cuando se dio cuenta de que otras parejas de ciclistas pasaban de largo a una velocidad constante. Miró con atención el estampado en la camiseta de su presunto agresor y confirmó que se trataba de una imagen de la Guadalupana. -¡Súbete! ¿No quieres que te demos un raid?- Pompis se negaba a creerlo, pero era verdad, la pareja de muchachos que se le había acercado sospechosamente le estaba ofreciendo un aventón sincero, sin fines de lucro ni de extorsión. No lo pensó dos veces más y se trepó a la bicicleta del peregrino con la vista clavada en el horizonte. La noche era clara. Había llegado la hora de creer.

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