"Semillero del porvenir"

“Nació libre como el viento, no tiene amo ni patrón.”


El “teniente” Roberto, uno de los perros más fieles a Isidro, lo escoltó hasta nuestro salón. A simple vista, Guillermo de la Rosa parecía incluso tímido. Carente todavía del uniforme reglamentario, la Técnica había sido clemente con él sólo porque se trataba de una adquisición especial, muy recomendada por el director de la escuela. Guillermo se sentó en un pupitre solitario, próximo al de Aldo Pereira.

Nadie podía imaginárselo entonces, pero en Guillermo de la Rosa había encarnado el demonio mismo. Cuando nació, en medio de una humareda de tabaco, su abuela y su madre adivinaron en él un cáncer aún más lacerante que el causado por el enfisema pulmonar. Guillermo era una metástasis salida de madre, pero su belleza no tenía rivales entre aquella manada de cervatillos del progreso. Todos lo sabían inconscientemente; en medio de esa corte de acomplejados, sus cabellos rubios habían llegado para gobernar.


En la pieza trunca que representó durante su estancia en la Técnica, Guillermo de la Rosa tuvo un corifeo.


Amílcar era un púber hermoso y moreno. Las cicatrices en su rostro resaltaban su donaire. Era un desarrapado. Guillermo se aprovecharía de esa situación para esclavizarlo emocionalmente. En el principio, sus ojos se cruzaron como queriendo pelear. Amílcar era un bravucón de cantina en ciernes, pero Guillermo sabía sonreír en el momento y a las personas precisas.

Guillermo y Amílcar se amaron furtivamente. Su pasión recíproca no era de las que se demuestran con caricias. Sólo la brutalidad más descarnada podía manifestar vagamente el tamaño de su amor. Se rompieron el hocico varias veces a manera de sucedáneo para los besos que jamás se darían.

Nunca pareja tan viril había pisado la Técnica. Guillermo y Amílcar se creían mecanismos celestiales con derechos irrevocables sobre los destinos de sus compañeros. Guillermo era malicioso y procaz, coqueteaba con el delito. Amílcar, en cambio, podía ser, si se lo proponía, tan tierno y silencioso como un arrullo. No hubo hormona que se les resistiera. Eran implacables.

Su primera víctima compartida tuvo un nombre y un ilustre apellido.


Ángela Peralta no era un ruiseñor, sino un gorrión. Vivía en la calle de Moctezuma a unas cuadras de la Técnica. No era huérfana pero sus padres parecían haberse olvidado de ella y de su hermana. Murió joven. Murió siendo una niña todavía.


Aldo Pereira la conocía desde la primaria. Nunca habían sido amigos porque Pereira nunca se había caracterizado por su don de gentes. Siempre fue huraño con sus compañeros. Ángela era su reverso. Sonreía con facilidad a pesar de ser muy peleonera. Sus combates cuerpo a cuerpo con varones le hicieron fama de machorra en las estrechas mentes de sus coterráneos. Se veía obligada a defenderse con sus propias manos para que sus gritos y arañazos fungieran como humildes solicitudes de atención y amparo.


Ángela se rindió pronto ante el imperio de la Rosa. Guillermo la sometía con violentos jalones de greñas. Amílcar festejaba la vesania de su camarada con carcajadas descomunales.
-¡Rómpele la madre! ¡Pinche vieja chillona!


Guillermo se salía del salón cuando le daba la gana y, como de costumbre, se le podía encontrar chacoteando en los pasillos muchos minutos antes de que sonara la chicharra. Su interlocutor en aquella ocasión, no era, sin embargo, ninguno de sus conocidos lacayos. Tampoco le doraba la píldora a ninguna de nuestras compañeritas. Guillermo tenía materialmente secuestrada a la maestra Pilar en un rincón del corredor. Estaban solos detrás del creciente hormiguero emanado de los salones.


No era la primera vez que la maestra Pilar se le aparecía en esa advocación. En días anteriores, Aldo Pereira la había visto platicar con nutridos grupos de alumnos en los balcones, en las escaleras, en el patio. Recordó el transcurso de la ceremonia de inauguración del año escolar. Lucio, el director de la Técnica, había presentado a la planta docente como si se tratara de un concurso de popularidad. A la mención de un nombre procedía su correspondiente aplauso; a veces sincero, la mayoría resultaba más bien hipócrita; cualquier amago de silbidos era rápidamente silenciado por la canalla de prefectos. Aldo Pereira creía recordar que la mañana soleada en que conoció el amor el aplauso más franco y atronador fue para la maestra Pilar. Sin duda, era la especie más apreciada por los cervatillos del progreso. Su carne era dulce y amable, casi hierba. En medio de la selva, su voz evocaba una estepa relajante, extranjera.


La memoria, pues, justificaba todas las apariciones anteriores donde la virgen se mostraba rodeada de sus fieles. Sin embargo, esa mañana, Guillermo de la Rosa era un intruso en la memoria. La maestra comenzó a caminar serenamente hacia la escalera. Guillermo avanzó a su lado como una garrapata insaciable. Aldo Pereira bajo por la escalera de emergencia. Al mismo tiempo, Guillermo y la maestra hicieron lo propio por la escalera de piedra en el interior del edificio. Cuando Aldo traspuso el último escalón, Guillermo y Amílcar se dirigían hacia el patio principal. La maestra Pilar se había esfumado.


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