"Epifanía"

… con luz que de tus ojos me robé.


Decir que la Escuela Secundaria Técnica bautizada con el nombre del General Francisco J. Múgica presumía de su disciplina militar equivaldría a despreciar la memoria. La Técnica, como cariñosamente le llamo ahora, no era de este mundo. Fundada sobre los lodos del lago de Texcoco y cimentada en los rancios principios del socialismo mexicano, la escuela, a pesar de su gran muro troyano, era más bien pequeña, un microorganismo ideal para el cultivo de un amor infame. Aldo Pereira la visitaría tan sólo unos meses antes de unirse a sus filas y mientras se asoleaba con sus compañeros de sexto de primaria ni se imaginaba el desastre amoroso que ocurriría en su interior en cuanto pisara como alumno de nuevo ingreso la cárcel de la técnica y el progreso.
Isidro, el coordinador con ínfulas de sargento, siempre le pareció un traidor a la revolución. En un acto merecedor de una purga stalinista, los cachetes más temidos del Oriente adoptaron el lema de don Porfirio (Orden y progreso) para saldar una deuda pendiente con su árbol genealógico. Sólo los dictadores resucitan.
Isidro era un tirano monolítico y demencial. Cuando arrojaba espuma por la boca, sus achichincles (mejor conocidos como prefectos) traducían sus ladridos al idioma de la masa estudiantil.
Isidro era uno más de entre el bestiario que frecuentaba la Técnica. Recuerdo patos (la maestra de Español), jabalíes (el profesor de Historia), serpientes (Física), piojos (Biología), cerdos (Química) y pavorreales (Inglés)
El pavorreal nació en Pachuca, pero llegó muy pequeña a la ciudad de México. Desde entonces vivía en Pantitlan, cuna de los remolinos amorosos, los límites del viejo lago, la frontera del Distrito Federal. Apostada en la ventanilla de un autobús, avistó por primera vez el polvo de los arenales en el horizonte.
Un amor polvoroso, semejante al principio de los tiempos, nació, muerto, quizá la misma mañana soleada en que Aldo Pereira leyó su nombre en el pizarrón: una virgen española reencarnada en preceptora de otra lengua imperial. La maestra Pilar era una gota de lluvia roja, rocío sangriento. Aldo la miraba desde la ventana como si se le hubiera aparecido. La distancia entre ambos era ridícula pero el abismo que los separaba no era mensurable. Era una distancia mítica, anterior a las distancias por tiempos. Aldo la amaba definitiva e irremisiblemente. Ella no. Un logaritmo simple y cruel.
Esa mañana, malvada en su memoria, Aldo Pereira asistió sin defensores a su juicio final. El amor, también verdugo, lo condenó a consumirse lentamente en su hoguera. La maestra Pilar se había vestido de luto para la ocasión.

Comentarios

  1. bueno... pero necesito leer más ok.
    acerca de correcciones y esas cosas, creo que en lugar de polvoroso podría sonar mejor polvoso, como viejo o algo así.
    saludos

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