"Locus amoenus"

Por eso insisto en que era el amor. ¿Por qué otra cosa se deja todo, hasta la reputación? ¿A qué otro dios le sacrifica uno tantas vanidades? Me valía gorro el qué dirán. ¡Qué murmuraran! ¡Qué se burlaran de mí! ¡Qué la escuela se estremeciera de risa hasta sus cimientos! Usted era el amor y hasta su familia me tenía sin cuidado. Ya no digamos la mía.


Al terminar un capítulo más de la tercera retransmisión de María la del Barrio, Aldo Pereira salía, puntual, a su cita con el amor. Sin decirle nada a nadie, se deslizaba discretamente hasta el zaguán para convertirse en toda una trotacalles.
Nunca había estado sometido a una vigilancia feroz, pero, en esas fechas, absolutamente nadie se interesaba, o eso creía él, en sus correrías. En enero se cumpliría un año de que la mayoría de sus familiares más cercanos habíamos escapado de la casa de la Arenal. Nos mudamos al Canal de Garay con la esperanza de obtener, al fin, la ansiada intimidad que en el caserón de la abuela era ya impensable. En realidad, la mudanza se había precipitado un poco debido al pitazo que recibieron nuestros padres una oscura noche decembrina; según los informantes, el predio donde recién había concluido la construcción de nuestra unidad habitacional había sido invadido por simpatizantes del Frente Popular Francisco Villa. Nuestros flamantes departamentuchos corrían el riesgo de ser allanados por paracaidistas aún más aguerridos que nosotros mismos, si no los habitábamos de inmediato. A las pocas semanas, circuló el rumor de que la invasión no había sido más que un cuento chino de los líderes para entregarnos las viviendas casi en obra negra. No había más presupuesto.
La idea del cambio de residencia les repugnaba y, como consecuencia, Aldo y su madre habían retrasado indefinidamente su traslado al Canal de Garay. Seguir viviendo en casa de la abuelita les resultaba mucho más cómodo todavía. Si bien es cierto que la cabo Rosaura Beltrán había soñado durante años con independizarse del yugo materno, también lo era que, a la mera hora, había sentido nostalgia por su terruño; aunque ya nada la anclaba al Arenal, se resistió durante todo un año a salir del agujero. Aldo Pereira, en cambio, no quería vivir en otro lugar. La Arenal era un rancho metropolitano ideal para un charro enamorado como él. Además, la basílica del Pilar estaba a un paso. Todas las tardes caminaba de su casa a la tienda en menos de treinta minutos. La peregrinación al santuario del Pilar lo reconcilió con las calles de su barrio. Si en algún momento pensó que la Arenal era un pueblo rascuache, el amor por la maestra bilingüe desalojó su cabeza de todo malinchismo. La colonia parecía haber sido trazada pensando en ese amor: todos los caminos conducían a la maestra.
Aldo era un amante de las telenovelas. Se sentía especialmente identificado con las vespertinas (Confidente de secundaria, por ejemplo), pero las que más lo apasionaban eran las nocturnas. Había visto Alondra, Corazón Salvaje, La dueña y Nada Personal con una fascinación ultraterrena. La placidez de su vida exterior era sólo una fachada para disimular los aquelarres internos a los que se entregaba. Veía telenovelas desde la infancia. Sus largas sesiones con el psicoanalista de las estrellas lo habían adiestrado a conciencia en las pasiones como para emprender su propia aventura amorosa.

A pesar de que ya no vivía en la Arenal, visitaba con mucha frecuencia la casa de la abuela porque extrañaba las cáscaras con los viejos amigos de la cuadra. La abuela me contaba sus preocupaciones, extrañamente le gustaba desahogarse conmigo. En una ocasión me contó de las salidas caballerescas de Aldo Pereira y me pidió que lo siguiera. Obedecí sin remilgos.
El camino de Aldo me pareció inofensivo hasta que me di cuenta de que iba más allá de la parroquia. Por lo visto, yo estaba más enterado que él de los horrores que se decían de esas calles y admiré la audacia de mi primo. Cualquiera que, después de las seis de la tarde, se atreviera a meterse en los breñales de la Pantitlán, como si fuera por el pan, merecía todo mi respeto de entonces. Nadie se había muerto por cruzar la avenida Circunvalación a las siete de la noche, pero nuestra cosmovisión provinciana nos hacía especular notas rojas de primera plana. Aldo Pereira caminaba como si nada, olvidado del mundo.

La maestra Pilar era generosa; le ofrecía paletas de hielo, chicles, y todo género de golosinas que Aldo rechazaba en automático. Desconfiaba por sistema de los regalos y, aunque la maestra no era una bruja narcomenudista, el orgullo de mi primo se sentía más a gusto sin probar nada. Su tirada era muy otra. Todavía no se le ocurría nada razonable para lograrlo, pero su único objetivo con esas visitas de doctor era empaparse de la maestra Pilar. Paradójicamente, aunque necesitaba saberlo todo acerca de ella, rara vez se atrevía a preguntarle algo. Se conformaba con respirar su mismo aire. Verla tejer. Conocerla sin el disfraz de profesora.
La maestra atendía el changarro por las tardes. Aldo Pereira se pasaba algo menos de una hora en conferencia con ella. Hasta la telenovela de las siete podía esperar. Sin duda, la suya le resultaba más emocionante. Comenzó a parecerle anómalo anochecer sin ella. Aldo era un feligrés anónimo que tarde o temprano provocaría varias preguntas en el seno familiar de su amor.
- ¿Cuántos años tiene maestra?
- ¿Qué te importa?
- Por favor…
- ¿Para qué quieres saberlo? Es de mala educación hacer esa pregunta.
- ¿Treinta?
- …
- ¿Cuarenta?
- …
- ¡Cincuenta!
- …
- Cincuenta y uno, cincuenta y dos.- al decir esta cifra, Aldo Pereira le sostuvo la mirada. Unos meses atrás, en un tiempo muerto durante la clase de inglés, Aldo había se había entrometido a distancia en una conversación entre la maestra y una de sus compañeras. La audición era difícil, pero leyéndoles los labios alcanzó a enterarse de algo: la maestra Pilar confesaba cincuenta y dos años.
- ¡Cien! - reviró la maestra, tratando de hacerse la chistosa.
- No, teacher, en serio.
- ¡Cien!
- ¡Ay, sí! Entonces, por qué está tan bonita.
- No, no. Yo no soy bonita. Soy fea.
- ¡Claro que no! Es usted muy bonita. Es más, si no me cree, en este momento le pregunto a la primera persona que entre, si es o no cierto.
Fernando se metió en la tienda montado en su motocicleta roja. Quizá era un año mayor que Aldo, pero ya estaba en Bachilleres. La maestra Pilar hizo las presentaciones pertinentes. Por supuesto, Aldo no fue capaz de cumplir su amenaza. Fernando lo había dejado mudo.


- ¿Quién era ese chavo, madre?
- Es Aldo, ya te lo dije, un alumno de tercero.
- ¿Por qué viene tan seguido? Es muy raro.
- ¿Te parece? Sí, un poco.
- ¿No lo quieren en su casa o qué onda?
- Es huérfano. Vive con su abuelita.

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