"El imperio de la Rosa"

Martín Peregrino era un mártir del sistema educativo nacional. Antes de enrolarse en la Técnica había militado en muchos otros escuadrones del saber; por lo menos, en más de los habituales en un adolescente de su edad. Tenía el cabello relamido y los ojos negros. Vivía cerca de ahí, en la Cuchilla. Su padre era hojalatero y pintor de brocha gorda. Su madre vendía colchas, perfumes, y tenía un puesto de ropa en un tianguis dominical.
Martín Peregrino ya lo sabía. Estaba fichado. La Técnica era su última oportunidad para reivindicarse con la patria y el progreso. No había más. No obstante, quizá en su calidad de amante del riesgo, Peregrino emparentó de inmediato con Guillermo de la Rosa. Entre ellos no había miradas. Guillermo y Peregrino se comunicaban con el oído. Crearon un código de murmullos, susurros y exclamaciones de mal gusto que Aldo Pereira pronto llegó a identificar. De dónde provenía esa confianza animal, la amalgama invisible que unía a ese par de sinforosos. No lo sabría nunca.
Martín Peregrino se alojó como una bala en el hígado de muchos. Su proverbial lambisconería lo convirtió rápidamente en una entidad popular. Su nombre resonaba tanto como el de Guillermo en los corrillos de la Técnica. La experiencia le había enseñado que tenía que granjearse a los maestros barco para hacerse fuerte frente a los dobermann que se lo quisieran devorar. La maestra Pilar era una de las abuelitas alivianadas que tiraba buena onda en los pasillos y la rata perezosa no tardó en aplicar su estrategia.

Tomy y Daly cometieron toda clase de fechorías en el período fugaz de su unión. Un matrimonio tan calamitoso, forzosamente aniquilaría a alguno de los dos, pero, para sorpresa del mundo, y de la Técnica, Martín Peregrino no sería el sacrificado.
No es así, pero todo comenzó la mañana en que se les ocurrió besar a la maestra. Incapaces de controlar sus lombrices, Guillermo y Peregrino se pasaban la jornada del tingo al tango. No era que el efebo hubiera contagiado a Martín con el virus de la omnipresencia, sino que la cepa ya existente en el recién llegado mutó al contacto con el germen de la Rosa. Afectos a tomar la clase de inglés de manera itinerante, un día lo hacían desde el mismo escritorio del salón, otros, desde el pasillo o entre las bancas, casi siempre de pie. Aquella mañana, fieles a su costumbre, tomaban apuntes (mentalmente, por supuesto) a espaldas de su profesora.
La maestra del Pilar, ataviada con uno de sus suéteres afelpados, se encontraba frente al grupo. Aldo Pereira la veneraba casi arrodillado cuando, sin previo aviso, fue testigo de la profanación. Guillermo y Peregrino tenían rodeada a la imagen y, sincronizados, la besaron cada uno en la mejilla respectiva. Los cachetes sagrados de la aparición se llenaron de baba de caracol panteonero. Pereira no lo podía creer. No sintió rabia. Ni siquiera envidia. Su médula espinal no experimentó ningún estremecimiento. Simplemente, cuando miró su bolígrafo, se dio cuenta de que la tinta había salido de su cauce normal.

Guillermo – Peregrino era un centauro que no dejaba maestro con cabeza. Practicar la docencia en nuestro grupo requirió de algo más severo que la paciencia hasta la mañana absurda en que una riña patibularia rompió con la rutina de una clase de matemáticas. Martín y Guillermo se estaban dando en la madre. Nada raro aparentemente hasta que una de las compañeras notó la presencia escandalosa de líquido sanguíneo. La armada invencible tuvo que acudir a separarlos.
En la comandancia, Isidro se encargaría de sacarles más sopa de la necesaria. Secreto de Estado. Ambos fueron suspendidos. Sin embargo, una vez cumplida la sentencia, Guillermo ya no regresó. O, más bien, regresó en dos calidades: como rumor y como fantasma.
El rumor: el pleito con su compadre había sido la gota que derramara el vaso. Guillermo debía muchas. Entre sus delitos se contó un ultraje contra una de las sobrinas del director, por lo demás con fama de ligera. Guillermo se había reencontrado con ella en una kermesse luego de algunos años de no verse. Se juraba que nuestro íncubo había tomado por asalto a la frágil doncella en la sacrosanta recámara de sus padres. Nadie se hubiera enterado de no ser por la floja lengua de Martín Peregrino, quien, al verse condenado, decidió traicionar a su amigo antes que salir expulsado para siempre del sistema educativo nacional.
La madre de Guillermo, en su papel de suplicante, acudió a las aulas de la Técnica para remover el corazón de los profesores. La decisión se había tomado en consejo. Guillermo de la Rosa tenía que irse. Se dice que la maestra Pilar acusó a los inculpados de “tener relaciones” en clase. Eso le parecían sus revolcones en el piso del salón.
Martín Peregrino volvió en calidad de víctima. Una más en las garras del imperio de la Rosa. La trabajadora social le aseguró a medio mundo que, en realidad, Martín era un buen muchacho que se había dejado influenciar por la mala entraña de Guillermo. El efebo era un monstruo nunca antes visto por aquellos lares, una lacra irredenta que ni la mejor pedagogía hubiera podido salvar; pero Guillermo no se iría del todo: su fantasma había recorrido el mundo y no había sido en vano. El imperio de la Rosa había conquistado un alma.

Comentarios

Entradas populares