"El amor en fuga"

“A tus doce años era imposible confesar ese amor hinchado y llorón que creció como los insectos y se convirtió en una plaga que te echó a perder la vida. Un día te viste sólo pensando en ella, sin otra maldita cosa en la cabeza, repitiendo su nombre como un autómata, creyendo fielmente en que, al invocarla, aparecería religiosamente y te haría el milagro de amarte.”
I


Septiembre de 1995. A diez años del terremoto que se había carcajeado de la ciudad de México, el Valle volvió a temblar. Nos tocaba español. Desde que estábamos en el jardín de niños, Aldo Pereira lloraba en clase por cualquier cosa. La maestra Porcino le suplicó elegantemente que renunciara a su naturaleza: “No chille”, pero Aldo estaba demasiado triste para obedecer a sus profesores. En eso, las piedras comenzaron a desperezarse y los mastines de Isidro nos pidieron que bajáramos con paso yogui. Creo que Aldo se había olvidado de las lágrimas aunque nunca estaré realmente seguro. Sólo un recuerdo me viene nítidamente a la memoria: mientras la Técnica se movía como nunca en su historia, la enfermera de la escuela se esforzaba por infundir valor en los alumnos: “¡Dios mío! ¡Se nos va a caer esto!”. Traumas que cumplían una década.

La Técnica no se cayó, pero, por si las dudas, nos dejaron salir temprano. La maestra Pilar apareció después del sismo. Es muy posible que Aldo Pereira atribuyera a esa imagen milagrosa el cese de las hostilidades subterráneas.


Al tiempo que los alumnos abandonábamos el plantel, algunos maestros se reunieron en las inmediaciones de la dirección para desahogar el susto. El piojo, uno de los profesores de biología más chaparros que he visto en mi vida, se le acercó a la maestra Pilar en un acto de evidente valentía. Todo parecía indicar que el biólogo había esperado una oportunidad como ésa durante mucho tiempo. Pobre, apenas estaba logrando hilvanar un remedo de conversación, cuando la maestra Porcino acudió al rescate de su amiga. “Ya nos podemos ir. A ver si podemos agarrar un carro.”
II


Mañana fresca del primer año en la Técnica. La maestra Pilar ya había dejado el grupo en manos de otra profesora. Aldo Pereira, como siempre, mira a través de la ventana. Murmullos. Tacones cercanos. Una rodilla inolvidable. La maestra Pilar, en un sastre rojo, camina por el pasillo junto con la maestra Concha. Conversaban en voz baja, visiblemente serias. La noticia sería como un regaño inmerecido, una broma cruel de la técnica y el progreso. Ángela Peralta había muerto el día anterior. Sus restos ya estaban siendo velados en la calle de Moctezuma. La maestra Concha
nos pidió una oración por nuestra compañera.
A partir de ese día, Amílcar comenzó a faltar más de lo habitual. Guillermo de la Rosa, en cambio, no se mostraba muy afectado.
Aldo Pereira asistió al funeral.

III


El tiempo se detuvo, se lo juro. Usted estaba ahí, frente a mis ojos, esperando el taxi que la llevaría hasta su casa; sin embargo ni un alma automotriz se apareció por allí durante algunos minutos. Quizá fueron segundos. El silencio reinaba majestuosamente sobre la imagen. El mundo dejó de respirar por un momento para permitirme contemplar la fuga del amor, la prisa del amor que tiene obligaciones, que lava trastes, que va al mercado, que plancha, que cocina, que despacha una tienda al atardecer, que me esperó, sin saberlo, durante dos años hasta que una noche, después de muchos extravíos, luego de unos cuantos kilómetros a la deriva, conseguí invadir su intimidad con mis pies cansados de noviembres enteros imaginando ese momento…



Al arrancar el segundo acto de su tragicomedia amorosa, Aldo Pereira tuvo que compartir el vecindario con el demonio. Amílcar había desertado definitivamente de nuestro ejército de ciervos progresistas. Aldo, sin embargo, estaba contento. La maestra Pilar volvería a serlo para él. Tras un año de mirarla a través de las ventanas, el amor le daría clase una vez más. Tanta dicha no se suministra impunemente en las venas de un adolescente.

Guillermo de la Rosa nunca superó la huída de su escudero, pero como el efebo era incapaz de admitir una desventura se dedicó a buscar rápidamente un sustituto. Obligados por razones alfabéticas a vivir juntos por las mañanas, Aldo y Guillermo se soportaron bien durante los primeros días. Aldo estuvo dispuesto a colaborar con el demonio hasta que las malignas entrañas del basilisco intentaron meterse con su alma. Si algo cuidaba entonces era su buena reputación. Convencido por su melodramática familia de que era una víctima inocente de las pasiones adúlteras de sus padres, a partir del divorcio, Aldo creía haber tomado un camino hacia la santidad.

Apenas unos años antes, durante la confesión previa a su primera comunión, Aldo Pereira se había acusado de albergar malos pensamientos protagonizados por mujeres. Para su sorpresa, el comprensivo sacerdote de su parroquia desestimó sus faltas: pensar en mujeres, de ninguna manera resultaba pecaminoso. Absuelto por un alcohólico, Aldo siguió masturbándose sin culpa durante mucho tiempo. Inclusive, la pasión que en fechas recientes había despertado en él jamás le provocó ni por asomo algo parecido a un conflicto religioso.
Sólo Guillermo de la Rosa sería capaz de poner a prueba el calibre de su pureza. Aldo se preciaba, en su interior, de ser casi un ángel. El amor hacia la maestra Pilar no era más que otra expresión de una nobleza de espíritu digna de exportación. Sin embargo, cuando Guillermo dejaba escapar las obscenidades que sobrepoblaban su mente, Aldo Pereira se tuvo miedo a sí mismo. Si su imaginación podía concebir las orgías de sangre que le describía Guillermo de la Rosa, entonces aquel ángel orgulloso de su candidez se había condenado para siempre.

Aldo encajaba perfectamente en los cuentos libertinos de Guillermo de la Rosa. Por años, sus fantasías eróticas habían constituido un fundamento de su existencia. Su miedo a confesarlo, el pudor y el temor de ser considerado un sátiro habían propiciado que lo reservara para sí. De pronto, al oír las procacidades que salían de la torva boca de Guillermo, Aldo Pereira se vio a sí mismo como un pervertido. Revestido todavía de un manto provinciano de pureza, se negaba a creer que sus instintos eran tan bajos como los de su compañero.

Víctima de una feroz represión, el deseo de Aldo Pereira no había podido ver la luz del día. Guillermo, asqueado por esa máscara monacal, encontró en Aldo al fariseo más grande sobre la tierra. Pereira nunca sería el acompañante ideal para sus bacanales teóricas y eso lo fastidiaba. Aldo Pereira no era un cobarde, pero ciertamente sí era un chillón. Antes de abrir la prisión de la bestia, su cerebro prefería invocar a Magdalena. Con Guillermo, su incontinencia lacrimal no funcionaba. Dotado de mil epítetos para humillarlo, Guillermo de la Rosa sembró el terror en la mente de Aldo Pereira sin esforzarse demasiado. Finalmente, el vil cervatillo del progreso sólo era uno más de sus súbditos y Guillermo necesitaba un cómplice, la pica que le diera esplendor a su imperio.


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