"Cisma"

“Al contemplarte, postrado de hinojos, me miré en tus ojos de color café.”


La maestra Pilar solía levantarse a las cinco de la mañana. Con la madrugada como única compañera, encendía el calentador empotrado en un muro de la azotea. Los aullidos del fuego despertaban a su perro quien, todavía modorro, andaba a saludarla con una lamida en la mano.
Hora y media después, mientras su hijo picaba el desayuno, la maestra, con una taza de café entre las manos, repasaba mentalmente la disposición de su horario. Concha, la nueva maestra de inglés, le había parecido simpática; sin embargo, las razones que le dieron las autoridades de la Técnica para quitarle uno de sus grupos no se lo parecieron tanto. La incursión de otra profesora para la materia no parecía necesaria por lo que el decreto de Lucio fue tomado como un capricho más del omnipresente director de la escuela.

Las rodillas de la maestra Pilar ya habían producido un primer estallido sensual en la cabeza de Aldo Pereira.

-What´s your name?
-I´am Aldo. Excuse me, teacher, but I cann´t live without say you it: I´m falling in love with you.

Su completa ignorancia del idioma lo convertía directamente en un alma inhóspita. Aldo Pereira trataba de entender a la maestra y, tal vez, ése primer contacto que se perdió en la traducción terminó de involucrarlo definitivamente con ella. No se trataba ya de una simple calentura, la voz de la aparición le estaba abriendo las puertas de una mansión foránea. La maestra, muy en su papel, se comportaba como una emisaria de tierras lejanas o, al menos, así la veía él. Ambos eran realmente extraños el uno para el otro. A pesar de que habían vivido en una misma región durante doce años, jamás sus destinos se habían cruzado antes. Su encuentro estaba reservado para esos momentos en los que Aldo Pereira no podía darse cuenta por sí mismo de que necesitaba un salvoconducto inconseguible para emigrar a las estepas rojas donde vivía el amor.
La maestra Pilar habitaba una realidad ajena, aparentemente franqueable con la sola y definitiva pérdida de la inocencia. Sin embargo, Aldo Pereira ignoraba que entregarle su inocencia al aduanero no correspondería a la obtención de ese amor. Los pedazos de inocencia encuadernados en plástico corriente únicamente le permitirían conocer las razones científicas, sociales y morales por las que nunca lo poseería.

No obstantes sus escasas semanas en la Técnica, Aldo Pereira se recuerda perfectamente asimilado al escenario de aquella mañana. El mecanismo no había delatado ninguna falla: Los ciervos de la nación, como siempre, se dirigen a sus respectivos salones después de tomar un recreo. Algunos de ellos platican entre sí, se dicen procacidades los unos a los otros o especulan sobre temas que no habitan la memoria. Guillermo y Amílcar escoltan al gorrión como un par de mastines recién desenjaulados. Ángela se había cortado el cabello como si fuera un niño. Incapaces de rendirse ante su hermosura, los íncubos no hacen más que ocultarlas bajo el disfraz de la injuria.

-¡Pinche Ángela, te ves bien chunda!

La maquinaría siguió funcionando a la perfección hasta que uno de los engranes ocasionó un súbito colapso en el dispositivo. La maestra Pilar no estaba en el escritorio. Una mujer más joven, cacariza, ocupaba su lugar. Las palabras de la intrusa representaban algo más que una tragedia. También eran las encargadas de llevar una revelación: Aldo Pereira estaba enamorado. La intromisión de la nueva instructora le resultaba detestable desde todos los puntos de vista. Los técnicos le habían presentado al amor para luego arrebatárselo de los labios. La maestra Concha se acercó a su pupitre. Quizá, olió su odio. En el edificio de enfrente, a unos cuantos pasos de donde se escenificaba el drama, la maestra Pilar se puso a pintar garabatos en un cuaderno, o algo así. Después de todo, la noticia significaba poco para ella: simplemente, los martes y los jueves le habían regalado una hora libre inesperada.

Aldo Pereira durmió varios días alrededor de la misma idea. Bastaron tres semanas para que la maestra Pilar se convirtiera en su razón inconsciente de vivir: su partida, su renuncia involuntaria a seguirlo seduciendo con la voz y las rodillas, la desaparición, la extinción de su imagen en los altares, provocarían un cisma bíblico.
El día en que la maestra Pilar ya no se le apareció en el salón, Aldo Pereira le entregó su inocencia a un dios desconocido. El burócrata encargado de sustituir a una virgen por otra, inconsciente, engendró a un apóstata. Desde entonces, el amor sería para él una ausencia: el hueco inabarcable que dejan los dioses cuando mueren.

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