"Billetes de a diez pesos"

I

Todavía existían los billetes de a diez pesos y yo me había robado unos cuantos de algún monedero familiar. El tránsito era normal, insoportablemente normal, mientras en el interior de un taxi ecológico esperaba el momento en el que usted saldría, como cada tarde, a tomar el suyo para regresar a su casa. Ya me habían salido muchos callos tratando de seguirla. Recuerdo bien que en una de las tantas ocasiones en que lo intenté llegué hasta el metro Pantitlán sin haber obtenido la recompensa esperada. Enojado con mi falta de astucia, decidí flagelarme y regresar a mi casa caminando. Todas las calles me eran desconocidas, pero nunca estuve cerca de sentir miedo; al contrario, descubrí la paz del caminante. Ésa fue la primera de las muchas tardes que le he dedicado a la vida peatonal.
La colonia Pantitlán era polvo de viejos lodos, un remolino de piedras donde se me ocultaba el destino. La peregrinación me llevó hasta las puertas de su casa, pero lo ignoré hasta ese día en el que, apostado en la cobardía ecológica que se me alquilaba, emprendí la persecución que me llevó nuevamente a la calle donde vive. La aridez del paisaje se me hizo conocida. Muchas veces había pasado bajo la sombra de aquellos árboles serpentinos.
El chofer me advirtió que no quería problemas. Seguramente le parecía sospechoso que un imberbe como yo anduviera ya metido en rutinas persecutorias. En cuanto el vehículo que la transportaba se detuvo, me apresuré a pagarle al zacatón quien, de seguro y a pesar de mi impecable uniforme escolar, me había creído una especie de secuestrador, con un billete de a diez pesos. No tenía de qué preocuparse, los problemas serían sólo para mí y, sin que yo lo quisiera (aunque admito que tampoco hice nada para evitarlo), la alcanzarían a usted tarde o temprano. La escena tenía todos los tintes de una premonición: un ave de mal agüero, con el bigote en ruinas, se dirigió a usted muy confianzudamente. En el momento no me cayó el veinte. No podían ser más que marido y mujer, pero yo no me di cuenta de ello. Vivía en otro mundo donde usted era libre o, más bien, era mía. Un viejito talachero no tenía cabida en mi reparto. ¿De dónde había salido ese señor pelón y esmirriado? ¿Con qué derecho se decía marido del amor de mi vida?

-¿No ha llegado mi Vero?- preguntó usted, detenida en el umbral de una pequeña puerta interior que permitía el tránsito de la tienda a la casa. Las vitrinas y los anaqueles impedían que usted se diera cuenta de mi presencia. O, tal vez, yo seguía siendo una sombra en el mundo para usted.
-Todavía no, tía Pilo, pero ya no ha de tardar. Cuando anda una de novia, no se da cuenta de que pasa el tiempo.
-Oye, Mary.- le preguntó a su hermana.- ¿Fernando se llevó el pantalón café?
-Sí, le dije que se lo planchaba, pero no quiso. Ya se le estaba haciendo tarde.
-Ay, ay, ay, se fue a la escuela con la ropa arrugada…
-Son cuatro pesos. Ay, tía, ni te apures. Así se andan usando.
-¿Qué le damos?
-Unos Freshen up, por favor… ¿cuánto es?- pregunté casi a señas. Había logrado colarme hasta el mostrador sin que usted me viera, camuflajeado entre otros uniformados de mi misma ralea.
-Cuatro cincuenta.
-Gracias.- pagué con otro de los billetes de a diez pesos.
-El huevo, el knorr suiza,… serían veinte pesos.
-Gracias, chiquita. Hasta luego, maestra.
-Hasta luego, doña Luz.
-¡Qué tengan buena tarde!
-¡Ándele! Igualmente

II

“Saliste de ahí, un poco antes que la viejita de los huevos. La mujer que dejaste en la tienda ya no era sólo una maestra. Pilar era una madre. El personaje que estaba afuera, sacándole un golpe a un carro, era el padre de Verónica y Fernando. No faltaba nada. Sobraba alguien. Sobrabas tú. Porque a pesar de la rutina, de lo fastidiosas que son las obligaciones, de lo engorrosos que son los compromisos, esas dos personas, por alguna razón desconocida, habían elegido envejecer juntos.
Nunca tuviste derecho a entrometerte en sus vidas, pero, como todas las rompehogares, tampoco tenías corazón para dejar ilesa tanta estabilidad. Un magnetismo extraño te impelía a escabullirte en esa monotonía por cualquiera de sus frágiles rincones. Aunque no lo aceptes, una migaja de ti quería sangre, una borona de tu ser se moría de ganas de convertir a la maestra en una adúltera pedófila. Sería tu venganza, pero no sería sencilla: el resto de tu piel quería seguir siendo la de un niño bueno. Además, obraba en tu contra justamente eso, que eras un niño, un niño enfermo para ser más precisos, pero lo suficientemente aventado como para elucubrar, desde entonces, la manera más práctica de convertirse en humedad para invadir esa casa. Lo que más deseabas era estar junto a ella. Feliz, hubieras transigido con la idea de ser su esclavo, su sombra, el pañuelo que desechaba todos los días. Tan bajo habías caído. Tan bajo caíste que todavía no te has levantado. Depositaste tu juventud en las aras de un amor platónico. Creíste entender que el martirologio amoroso era lo tuyo, o de eso te convenciste. Olías a resignación. Supurabas conformismo. Te encadenaste al recuerdo de esa mujer sólo porque sentiste que ella era el amor. Con el tiempo, la crueldad del destino se encargaría de instruirte en la lógica del cariño, muy distinta a la de un niño ahogado en la humedad de un sueño.”


III


Verónica y su novio dejaron en la calle la frescura de noviembre. Faltaban pocas semanas para su boda y, sin embargo, seguían siendo un par de adolescentes. Necesitaron al menos un lustro de vida conyugal para empezar a envejecer de verdad. Los preparativos de la fiesta, por el contrario, los rejuvenecieron hasta la inocencia. Sólo una fe insobornable en la felicidad podía confiar a esas alturas en los votos nupciales. Verónica y su novio eran un par de ciegos tratando de escalar una montaña nevada.
Sentados sobre una pila de cajas de refresco, le contaban a la maestra Pilar el via crucis que había representado para ellos encontrar un salón disponible para la fecha de su unión. Según ellos, parecía que todo México se casaría en diciembre. Sonriente, la maestra los escuchaba desde el mostrador en su advocación de tendera y madre. De pronto, volvieron a sentir un desasosiego: una sombra indecisa se había estado paseando una y otra vez por la entrada de la tienda.

Aldo Pereira, en mangas de chazarilla, le había dado la vuelta a la manzana por séptima ocasión. María del Pilar le pareció bellísima en su altar de abarrotera. Además, la imagen coincidía al dedillo con el oficio que el lugar común relacionaba con su nombre. Hacia la mitad de la novena vuelta, Aldo volvió sobre sus pasos y se metió en la tienda.
-Buenas noches, me da unos twinky de fresa.- Aldo Pereira reprodujo la oración como si su presencia en el lugar fuera inocua, casi cotidiana. Sin duda, sufría de uno sus ataques de seguridad temeraria.
La maestra Pilar lo había visto acercarse con el Jesús en los ojos. En otro esfuerzo, esta vez por parte de ella, de dotar a la escena de una naturalidad que le era ajena, presentó a su alumno con la pareja, al mismo tiempo que surtía el pedido de las lombrices de Pereira. Trató de hacerle conversación, pero Aldo Pereira, quintaesencia del adolescente taciturno, sólo atinó a pagar con un billete de a diez pesos, emitiendo a la par monosílabos entrecortados. Cuando les dio la espalda, Aldo Pereira se dio cuenta de que había luna llena y se sintió extrañamente satisfecho.
El novio de Verónica ayudó a su futura suegra a bajar la cortina metálica. La maestra Pilar despidió a su yerno y regresó al lado de su hermana para hacer el corte de caja. Se le habían erizado los vellos de los brazos. Hacía mucho tiempo que no sentía tanto frío. “No te vayas a resfriar”, le advirtió su hermana, mientras la maestra Pilar tomaba un montoncito de billetes de a diez pesos.




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