"El mar y el cielo"

“Habría pasado inadvertido ante la inquisición escolar, si no me hubiera decidido a escribir una desaforada y melodramática carta de amor. Una súplica imborrable: recuérdeme, firmaba la misiva. Acaso fuera mi único deseo. No pasar de noche por sus ojos de arándano. ¡Qué se fijara tan siquiera un poquito en mí! Recuerdo haberme atrevido a describirla como la mujer más hermosa del mundo; para mi vieja pluma, lo era sin reservas. No cabían en aquella carta ni la objetividad ni el realismo. Era una carta de amor, una confesión inesperada y desastrosa.”


Necesitaba decírselo. Las entrañas de Aldo Pereira, anegadas por la incontinencia amorosa, no podían ser más que una zona de desastre. El plan le había pasado por la mente en un sinfín de ocasiones: al final de la jornada, algunas de las maestras se reunían en la biblioteca, una covacha junto al salón del 2º B; Aldo Pereira dirigiría sus pasos hasta el sitio; el tiempo se detendría una vez más, como aquella tarde en la parada del ruta cien; Aldo abriría la puerta de la habitación que resguardaba, en un par de libreros, el acervo bibliográfico de la Técnica; la ilustre bibliotecaria desaparecería, fiel a su costumbre, para dejarlos solos; las cortinas brindarían a los amantes la sombra deseada por Pereira; loco, desenfrenado, confesaría su amor: “Sí, maestra. Estoy enamorado de usted.” Silencio matinal, el silencio de lo improbable. Otra confesión nonata.
Enamorado hasta las agujetas, Aldo Pereira exploró, desesperado, los silencios de un blanco desierto amoroso. En esa región lunar, famosa por callada, se limitó a sonreír estúpidamente ante expresiones como: “Aldo, mi amor…”, emitidas por la profesora del Pilar. “Sí, mi cielo”, quería responder Pereira. “¿Cómo aguantas a este par de groseros?” De la Rosa y Peregrino eran lo de menos. ¿Podía repetir lo que había dicho al principio? No, mi amor, no podía. “¿Ya se va?” El amor cruza el umbral de nuestro salón. “¿No se va a despedir de mí?” El amor sonríe desde el pasillo. Dice adiós con un precipitado movimiento de falanges borrachas.

Bullicio adolescente. La maestra Pilar está sentada al escritorio. Aldo Pereira anda especialmente alborotado. La virgen española se le apareció en su advocación con sastre rojo, el mismo de aquella mañana fresca del primer año. Aldo Pereira se acerca al escritorio donde Martín Peregrino platica con la maestra. Una vez ahí, finge que se le cayó el bolígrafo para agacharse a recogerlo y, de paso, mirar de cerca la rodilla de sus sueños. “Oiga, teacher, ¿ya sabía que Aldo es maricón?” Martín Peregrino presume su sonrisa de Jim Carrey. La maestra Pilar, disgustada, sale en defensa de Pereira y amonesta al hocicón. “Déjalo en paz. No le hagas caso, Aldito”
Aldo Pereira había sido un buen alumno. La maestra se había aprendido su nombre; inclusive, utilizaba un diminutivo cariñoso. No era suficiente. Aldo Pereira la seguía adorando. El amor había hecho costra en su alma. Por eso, aquella tarde en el salón del 2º F volvió a sentir que el tiempo se detenía. El conjunto que lucía la maestra tenía poderes hipnóticos sobre él. No paraba el tráfico, pero sí el tiempo. Por primera vez, le pareció cansada. La silla no era muy cómoda. El calor la sofocaba. Ella no lo miraba. Como casi siempre.

El horario de verano convirtió nuestras clases de siete en sucursales de la Nocturna. La obertura del tercer año, “Nocturno”, fue interpretada por la maestra Pilar. La iluminación artificial enrarecía la atmósfera y resaltaba los colores nuevos. La pintura recién embarrada en las paredes brillaba de un modo admonitorio.
No importaba que fuera el primer día del regreso a clases. La maestra Pilar tenía órdenes de aplicarnos un examen. Parca, casi enfurecida, recorría los corredores entre las bancas como una celadora con ganas de castigar. Todas las felonías de Guillermo de la Rosa habían provocado un supuesto endurecimiento de la disciplina. Aldo Pereira la vio acercarse a su pupitre, esperando el trato amable del año anterior. La indiferencia de la maestra lo dejó postrado en la desdicha durante varias semanas. Las palabras bonitas, las sonrisas cómplices, todo ese caudal de bisutería emocional se había ido con las vacaciones. La maestra Pilar de ese amanecer albino no se acordaba de él. “Soy yo, maestra. El mismo a quien le dijo: mi amor. ¿Ya no se acuerda?”, parecía decirle con los ojos. Olvido. Nada.
Aldo ya no podía correr ese riesgo. Si un insípido verano era capaz de borrar meses de camaradería, se hacía urgente tomar una decisión: se confesaría ante su pastora para distinguirse del rebaño. “No soy uno más, maestra. Yo la amo.”
Recostado sobre la enorme cama de nuestra abuela, se puso a redactar su confesión. Según sus propias palabras, tenía que ser sincero y audaz, pero respetuoso. No pudo evitar ser hiperbólico, pero tampoco olvido lo que constituía, quizá, su verdadero objetivo: iría escrito en la posdata, debajo de su firma: “Recuérdeme” Sí, como los gansitos. Si la maestra ya se había olvidado hasta de su nombre, Aldo se encargaría de que eso no volviera a ocurrir. La tarde anaranjada en que conoció el valor, Aldo Pereira se juró a sí mismo que la maestra Pilar ya nunca más lo olvidaría. Nunca más.

Tomó un taxi: para su sorpresa, el chofer venía escuchando su estación de radio predilecta. Aún más: después de un breve exordio, el locutor presentó su canción favorita. Insólito: la canción duró exactamente el mismo tiempo de su trayecto. Iba de azul: una falda blanca y un suéter azul cielo. No sabría decirnos por qué había elegido esa combinación, inusual en ella, precisamente para darle la bienvenida al mes de octubre. Probablemente, la cercanía de su onomástico atenuaba la oscuridad habitual de su guardarropa.
Checó tarjeta con la inconsciencia propia de una rutina que ya rebasaba los veinticinco años; sin embargo, al trasponer la puerta de la dirección, percibió un aroma que la puso extrañamente melancólica. Una maestra de inglés no se pone melancólica antes de entrar a su clase de siete. ¡Aleluya! La bendita melancolía le había quitado su constante mareo matutino. Por primera vez en mucho tiempo, entraba sin náuseas a un salón de clases.
Aldo Pereira no le quitó los ojos de encima durante los cuarenta y cinco minutos que permaneció en el aula. Eso no era raro en él; lo raro era que se tocara el pecho con insistencia. Cuando terminó la clase, el amor se encaminó del escritorio al pasillo sin advertir la virulenta batalla interna que se libraba en su discípulo. Estuvo a punto de arrepentirse, pero cuando la maestra pasó por su ventana, Aldo sacó la carta del bolsillo de su chazarilla y se la entregó en las manos.
“Buenos días”, la saludó la prefecta. Casi ni respondió. Traía la hoja de papel doblada en la mano. Aldo Pereira, ahora recordaba su nombre, le había dado una carta. Sabía que algunos alumnos les escriben cartas a las maestras, pero, al menos a ella, nunca le había pasado. Bajó la escalinata sin cuidado. Uno de los tacones estuvo a punto de atorársele. No se cayó, tal vez porque ya iba suspendida, suspendida por la curiosidad y el miedo. Qué diría esa carta.
Una fila de cervatillos con bata de laboratorio se le apersonó en el espacio sin que ella se diera cuenta. “Tomar distancia por tiempos: uno… dos…” En su estupor se tropezó con una mirada impertinente. El profesor de biología se le quedó viendo directamente a los ojos. Con la velocidad de un carterista, se guardó en la bolsa la misiva y sonrió distraídamente, dando media vuelta hacia los baños. El mareo había regresado.

-No puede ser… Eres un niño, y yo soy una señora… Si fuera una jovencita… así los quiero a todos ustedes, como a hijos míos.- En las afueras de la biblioteca, la maestra Pilar le arrancaba el corazón a Pereira quien, recargado en el balcón, se tragaba sus propias lágrimas. Nunca había visto una tarde tan triste como ésa. -No quiero hacerte daño, pero entiéndeme. Lo que tú pretendes, nunca podrá ser.- Aldo Pereira trató de contener un nuevo aluvión de llanto. Era ridículo ponerse a llorar enfrente de todas las maestras como si nadie lo viera.
Mientras sus compañeros se formaban para salir, eran casi las dos de la tarde, él hubiera querido derretirse para siempre en las narices de su verdugo. Tenía que despedirse de ella, su conversación no podía durar un minuto más; pero dejar de mirarla, se veía tan bella, le costaba más trabajo que entender sus razones para despreciarlo. Él se las había repetido a sí mismo hasta el hartazgo mucho antes de que ella se las dijera.
Ya todos los alumnos del turno matutino se habían ido. Rezagado, Aldo cruzó la puerta de salida con una imagen pertinaz en la mente. Se vio a sí mismo, a media calle, rodeado por la planta docente de la Técnica. La maestra Pilar, angustiada, trataba de reanimarlo, arrepentida de haber atropellado su amor. Un desconcierto de pitidos y los cuatro semáforos del cruce entre Circunvalación y la Calle Seis se habían confabulado para montar el trágico final de su venganza poética.



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