Nocturno de Pantitlan

Nos encontraríamos en el Centro. Soy la clase de estoico que puede esperar durante largas horas la llegada de su amante. La incertidumbre es un placer que domino. No traía el dinero suficiente como para apostarme toda la tarde en el café. Necesitaba hacer acopio de cinismo para zafarme de las miradas incisivas de las meseras. “No, señorita. No voy a largarme todavía.” Guadalupe no podía dejarme plantado otra vez. Sería inadmisible. La señora sabía muy bien que yo la estaba esperando en un inmundo café de chinos donde sólo me acompañaban las cucarachas. Abandonarme en ese santuario de la higiene oriental parecía un lujo reservado para una ingrata descomunal como ella, capaz de dejarme vestido y alborotado en casi todos los restaurantes cutres del centro de la ciudad. Quizás estaba esperando que la invitara a un bar decente, digno de su alcurnia, de su alcoholismo; pero mientras no me diera las nalgas, ni un centavo mío iría a parar a las arcas de esos sátrapas de la nouvelle couisine. Tendría que ser ella la encargada de pagar las cuentas de esos banquetes orgiásticos. Yo ya no tenía ni cara para permanecer un minuto más en ese miserable café de chinos. Caminé con la cara al sol, llovía, a sabiendas de que yo no era el responsable de aquel delito. Guadalupe Santiago se había burlado de mí, una vez más, con la mayor impunidad posible. No admitiría a la lluvia como excusa. Ese humilde chipi chipi no lograría causar estragos ni siquiera en el drenaje de la ciudad de México.
¿Regalarle otra llamada? Debo confesar que pasó por mi mente, pero ni eso se merecía la desgraciada. Todo el dolor de mis célibes testículos podía irse perfectamente a la chingada. Lo sabía. No era necesario que su torpeza lingüística me lo viniera a recordar. Al demonio con las mujeres y su proverbial indecisión. Si estaba condenado al exilio erótico, con gusto haría mis maletas en ese mismo instante. No sería el primer seglar con síndrome de abstinencia. Más me valía no acercarme a la desesperación. Mi carne tenía que ser más fuerte que la del común de los mortales.
En el horizonte, Guadalupe caminaba despacio con un lastre amoroso abarrotado por los años. Nos miramos. No estábamos enamorados, no sean estúpidos. Sólo éramos un par de locos que había soñado con una postal cinematográfica como aquélla durante toda su vida. Discutimos acaloradamente en la Plaza de la Solidaridad. No me cabía en la cabeza que la maldita señora se hubiera tomado la molestia de acudir a nuestra cita sólo para lastimarme. Parrafadas de estrechez sentimental antecedieron a un monumento a las lágrimas en pleno cruce con Paseo de la Reforma. Ni mi hastío ni mi avidez sexual se sentían responsables de esa bochornosa exhibición de fragilidad. ¿Quién se creía Guadalupe Santiago? ¿Un adalid del estoicismo y la renunciación? ¡Acabáramos! En ese mismo instante, mis genitales se dispusieron a partir hacia otros rumbos. Sin embargo, maldita sea, mis oídos serían secuestrados por palabras que no voy a reproducir aquí. Su invitación a consumar un pecado, extraída indudablemente de una de mis películas favoritas, habría sido suficiente para retenerme en aquel muladar infestado de ratas, pero Guadalupe fue más sabia, menos espectacular, increíblemente dramática: todo lo que mi calentura necesitaba para arrojarse a sus pies. Pero… un momento. ¡Alto ahí! No recordaba haberle hablado de amor. ¿A qué ridícula estafa espiritual estaba reduciendo la señora Santiago mi invitación original a celebrar los fastos de la carne y el deseo en una reproducción en miniatura de las saturnales romanas? Guadalupe me vio lanzarme a sus pechos con el hambre ancestral de Rómulo y Remo, pero ella no era una loba. Su inmoral necesidad de afecto no me permitiría bregar en el escote sin culpa. Exigía una onerosa mirada furtiva, un encuentro ocular que no le convendría a nadie.
Recorrimos la noche por las calles del Centro. Habríamos querido hacer el amor frente a un monumento histórico, pero el miedo a un posible asalto y el hedor a orines internacionales nos empujaron hacia la boca del metro. El caluroso viaje acabó de romper el turrón. Salimos de Pantitlan convertidos en criminales. Ninguno de los dos tenía idea de su destino. Obedecíamos a potencias extranjeras que pretendían imponernos un imperio hormonal. Guadalupe quiso caminar por las avenidas. Ya no tenía miedo y había perdido la vergüenza. Conocía un cuchitril sensacional en donde podríamos compartir nuestras deyecciones sin recato. Cruzamos una pequeña tribu de trolebuses mal estacionados por el apagón. Ni una gota de luz en las calles, sólo velas encendidas en el horizonte. Guadalupe no se sabía callar. Consideraba prudente solapar detrás de su verborrea todas las porquerías que se me habían ocurrido desde que entramos al hotel. Se suponía que tendríamos que estar muriéndonos de frío, pero el calor de lo prohibido alentaba más y más nuestra dulce caída en las garras de la concupiscencia.




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