La Ópera

Marcelina se acurrucó en la almohada para tratar de conciliar el sueño. La herida en el vientre sanaría en pocas semanas. Según los doctores, quedaría como nueva. Maravilla, entre tanto, cuidaba a la criatura como si hubiera salido de ella misma. El niño lucía muy tierno en sus brazos. Maravilla jugó con su nariz, acarició su frente, besó los piececitos del recién nacido, lo bañó con agua templada, casi fresca. Se acercaba el verano. Marcelina no podría evitar que su hermana volviera a oírla roncar. Nunca habían dormido juntas, pero el defecto respiratorio de la hermana mayor fue de toda la familia conocido. Se hablaba de ello como de una leyenda. Acechaban los ronquidos de Marcelina en la noche como se acecha una bestia fiera en una plácida tarde de cacería. Maravilla se complació mucho cuando logró capturar a esa presa indomable. Marcelina, la perfecta, tenía un horrible defecto capaz de avergonzarla frente a quien fuera. Maravilla estaba harta de las virtudes casi teologales de su hermanita, de su estoicismo académico, de su brillante porvenir, de su sonrisa, de su cabello, de sus poros cerrados, de sus piernas esculpidas, de sus bien formadas caderas, de su abundante trasero, de su busto redondo y respingado, de su pedicure perfecto, de sus pies delicados, discretos, no huesudos como los de ella, de su piel apiñonada, de su biblioteca, de sus pretendientes, de sus novios formidables. Marcelina había sido bendecida, además, con una salud mental que nadie sería capaz de perturbar. ¡Qué diferencia con Maravilla, a quien la simple existencia de su hermana sumergía en la peor de las catástrofes emocionales!
A ojos de su padre, Marcelina había puesto el listón muy alto para Maravilla. El viejo siempre soñó con darle la vida a un hombre de ciencia, un líder insobornable o un prosista de cepa; el hombre de estudios o de ingenio que la guerra le impidió ser. Si bien consideraba su oficio como una pedagogía irrenunciable, el periodismo nunca estuvo a la altura de su ideal académico o artístico. El viejo Rivas lamentó muchísimo no haber continuado por la senda de la creación, altos vuelos para los que su prosa le parecía imposibilitada. Marcelina, su primogénita, había perfeccionado su escritura en los años de aprendizaje con el Dr. Morelos, quien siempre le recomendó nutrirse de literatura clásica antes que de libracos escritos por historiadores mediocres o de pluma irrisoria. Marcelina, al principio, tomó nota. Esculcó la nutrida biblioteca de su padre en busca de las claves reveladas por Morelos, pero su novio de entonces sostenía que los muros paternos estaban llenos de charlatanes como Benito Pérez Galdós, que los grandes prosistas no habían sido nunca novelistas. Le recomendó a Marcelina tirar a la basura cualquier cosa que oliera a novela y defenestrar los libros de cuentos. Si acaso, podía conservar a algunos narradores de largo aliento como Balzac, Proust, Tolstoi o Dickens, para consultar en su ejemplo lo que no se debe hacer. No quería volverla a oír hablar de Dostoyevski. Se sulfuraría.
Marcelina se tuvo que soplar las obras completas de Herodoto, Tucídides, Plutarco, San Agustín, Montaigne, Rousseau, Voltaire y Michelet, para quedar bien con su novio amargo. No podía permitirse ni una leve caída en los fangos de la poesía vanguardista. Una larga tradición de retórica clásica se postraba a sus pies. Marcelina se hartó pronto de aquel vodevil de ideas. Conservó la precisión de aquellos exegetas, pero no tardó mucho en incinerar a los ilustrados. No le quedaron ganas de revisitar a los escolásticos. Ni una frase más de Séneca o Platón. Marcelina le preguntó a Morelos por qué no había estudiado letras clásicas. “No lo sé. Tal vez porque es inútil criticar a los muertos.” Para Morelos, la labor más loable del hombre consistía en hacer pedazos a sus contemporáneos, en señalarles cuán lejos estaban, incluso, de la mediocridad modernista. Sin embargo, no tardarían en llegar los pepenadores, aquellos que decían encontrar perlas en medio del estiércol, los visionarios que reivindicaron por primera vez la literatura de la Onda y sus sucursales. Morelos se reía de ellos. Estuvo a punto de liarse a golpes con un melenudo de barba cerrada, pero terminó ahogando su rabia en una cantina con ínfulas de restaurante. Para su desgracia, Marcelina y su marido se encontraban también en el lugar, pero el actor representaba, por fortuna, el papel de cónyuge celoso y golpeador.
Morelos se sintió satisfecho al presenciar el colosal bofetadón que el breve histrión le propinó a Marcelina, apenas a unas cuantas mesas de la suya. Sólo entonces se dio cuenta de que ya no la amaba, de que en realidad nunca la había querido; pero su heroísmo no podía dejarlo irse sin hacerse notar. Alguien tenía que limpiar la sangre de esos labios. Marcelina enjugó la sangre y las lágrimas en el pañuelo del Dr. Morelos; esa melcocha de sales minerales disueltas en agua tenía el sabor de por lo menos un lustro de matrimonio. Morelos no conocía la sensación, pero intuía los síntomas. Marcelina no quiso derrumbarse frente a él.
-Déjame. Tengo que irme.
-Tú y yo siempre nos hemos querido. Ese homúnculo con delirios de reyezuelo no podía separarnos por mucho tiempo.
-No estoy lista para esta conversación. No es el momento.
-No te pido una conversación, Marcelina. Necesito una promesa. ¿Nos volveremos a encontrar? Dónde tú quieras.
¿Maravilla? ¿A quién le importaba Maravilla? Morelos apenas pudo contener la risa cuando se imaginó el berrinche que armaría. La había dejado plantada en un hotel de Reforma o de Avenida Juárez, ya ni se acordaba. Faltaban algunos años para que Maravilla dejara de fumar. El tabaquismo la salvó de tirarse al precipicio con todo y sus botas nuevas. Morelos era un cínico, un farsante. Todas sus sospechas eran ciertas. Sólo se había acercado a ella para recuperar a su hermana. ¡Marcelina, siempre Marcelina! No por favor, no deberías ser tan estricta. Quizá tuvo un contratiempo que le impidió avisarte que no iba a poder. Por qué tienes esa horrible manía de pensar siempre lo peor de las personas. Debes cambiar esa manera de ser que no te llevará sino al cadalso, a las páginas centrales de la nota roja, a las vías del ferrocarril o al escarpado destino de las almas embarradas en el pavimento.







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