Copilco

Lenia Malo solía retrasarse, pero tenerlo tres horas esperándola ya podría considerarse una afrenta. Pompis Osorio había llegado temprano. Una viejita le puso un listón en el pecho: sería el estigma. Ajeno a los discursos que le servían de fondo a su soledad, se sugirió a sí mismo buscar el desayuno. Lenia, conmovida hasta la rabia por la arenga de su líder, encaminaba al licenciado hacia su refugio particular sito en alguna de aquellas populosas calles. Pompis Osorio no quiso imponerle su presencia. Lenia tendría sus razones para haberlo dejado plantado en los columpios. Pompis lo sabía muy bien. Toda causa, sobre todo la causa de los pobres, bajo cuyo signo Lenia había nacido, siempre pisotearía la precaria dignidad del amor. Aterrorizado, supuso que su camarada jamás se le entregaría realmente. Vislumbró, en un momento de lucidez extrema, que Lenia nunca dejaría de pertenecerle al partido. ¿Era eso lo que deseaba de la vida? ¿Compartir a su amor con un partido político? ¡Basta! Por supuesto que estaba exagerando. El tálamo y la república no se agrupaban en distintos campos semánticos. Decisiones de vital importancia para la historia de la humanidad se habían tomado en el lecho de dos amantes. Pompis se sintió predestinado a correr la suerte de la consorte. Lenia poseía un don de mando que a todas luces parecía inmarcesible. ¡Cómo no lo había pensado antes! Lenia Malo había sido instruida para encabezar la regeneración del pueblo mexicano. Algún día Lenia gobernaría la patria y, detrás de esa gran mujer, se requería la abnegada sumisión de un hombre enamorado.
-¿Nos acompañas?- la sílfica voz de ese ángel exterminador de abulias lo despertó de su lisonjera visión.- Perdóname pero es que había un tráfico espantoso. Ya sabes. Apenas y pudimos llegar al mítin. ¿Lo escuchaste?
-Eh… sí,… claro,… ¡por supuesto!
-Tenía muchas ganas de que lo escucharas. No es un gran orador, pero… ¡Adivina! Mi papá dice que le recuerdas mucho a Andrés Manuel… Cuando era joven, por supuesto.
El arquitecto Enrique Malo le ordenó a su chofer que fuera tan amable de virar hacia la izquierda. La reunión en la residencia de sus amigos franceses había comenzado hacía ya varios minutos. Pompis no debía creer que se trataba de un almuerzo formal. ¡Para nada! Era inútil que quisiera bajarse del coche. “No seas ranchero, hombre. Te van a caer muy bien.” Pompis insistió en que no se sentía presentable como para asistir a reuniones de ninguna índole. “¿Quieres decir que nunca te arreglas para mí? ¿Vienes a verme en cualquier facha?” La inoportuna pregunta de su amada Lenia lo desarmó de excusas. “Ya te dije que no te preocupes. No son franceses en realidad. Así les decimos de cotorreo… y por su ascendencia, claro.” Pompis sudaba frío ante el inminente contacto con la sangre azul, pero, después de todo, su suegro y Lenia tenían algo de razón. Si Pompis Osorio pretendía convertirse en la primera dama de la nación, debería comenzar a deshacerse de sus anticuados complejos. Ya lo habían dicho los revolucionarios franceses. Todos los hombres somos iguales. No cabían esos remilgos en la sangre de un futuro jefe de Estado.
En un abrir y cerrar de puertas se encontraron ya en la lujosa residencia de los Casaubón. Lenia no escatimó en elogios para la casa, incitando a Pompis a que diera su insignificante aprobación. El arquitecto Malo estrechó los brazos de los anfitriones con una sulfúrica sonrisa de triunfo. Pompis no lo entendía. ¿Qué demonios estaban celebrando? Habían estado a punto de enjaular a su candidato en las mazmorras de la Federación. Lenia presentó a Pompis como su prometido. El arquitecto, como un novel colaborador. Pompis Osorio no había metido todavía ni las manos en sus enjuagues, pero ya podían perfectamente encarcelarlo como un conspirador más contra el régimen. “Quita esa cara. Estamos entre amigos. Parece que te viniste a meter a Los Pinos.” ¿Cómo sabía Lenia que Pompis los había soñado en Los Pinos durante toda la mañana? ¿Leía su mente? ¿Tanto se amaban? Pompis sonrió con la estúpida satisfacción del deber cumplido. Creía comenzado su ascenso hacia la Rotonda de los Hombres Ilustres.
De pronto, Pompis Osorio se avergonzó de sí. Bastaban unos grises minutos en una casona de San Ángel para que su pútrida alma se sintiera alojada en Palacio Nacional. No, señor. Se estaba equivocando. Lenia tenía la boca llena de verdad. Aquella no era una aristocrática coronación, era un simple desayuno con los conocidos de su suegro. El arquitecto Malo era muy respetado en ese núcleo de anabaptistas de izquierda donde de un momento a otro comenzarían a llover pestes sobre el prójimo. Marcelo era un malagradecido. “Por favor, si ni siquiera es de la familia.” Andrés Manuel López Obrador no era un modelo de rectitud. Ellos le sabían muchas cosas. Pompis se sentía perdido y asoleado en medio de una manifestación de confusiones. O sea cómo. ¿Marcelo no pertenecía a su familia? ¿López Obrador era un priista de Satán? ¿En qué zahúrda lo habían metido? Afortunadamente, el arquitecto Malo, su suegro, no participaba todavía en la conversación. Cuando llegara su turno, ya verían esos difamadores napoleónicos.
-Por favor, muchachos, no vinimos a hablar de política. Vamos a divertirnos.
-¿Divertirnos? Esto no es un congal. Déjanos platicar en paz.
-Mi padre decía -sentenció el arquitecto- que si una sobremesa entre hombres públicos no terminaba en una balacera, entonces no era una sobremesa.
-¡Amén!- gritaron todos los comensales y aplaudieron la moción de desorden del civilizado arquitecto.
-Sin embargo, -aclaró Lenia- mi abuelo siempre citó esa frase de Voltaire como una metáfora de la discusión, su sentido original, no como una invitación a echarse de balazos.- El entusiasmo se arrastró por los suelos.
-Ustedes saben muy bien lo que creía mi padre. Todo cambio verdadero sería por obra y gracia de la Revolución. La “revolución” mexicana no fue más que una farsa burguesa. Los trabajadores de México serían los verdaderos adalides de la Revolución social.
-Papá, no empieces con eso. Mi abuelo nunca creyó en el socialismo.
-Hija, por favor. ¡Tú qué vas a saber!
-No me subestimes, papá. He leído los documentos de mi abuelo. Jamás abogó realmente por el socialismo. Esa es una fantasía que a tu cerebro le gusta reciclar.
-¿Me quieres decir entonces por qué carajos te puso Lenia?
-Tú me bautizaste, padre. Asume tus responsabilidades.
-¿Qué estás diciendo? Me pones en vergüenza. Nosotros nunca te bautizamos… ¡Dios me libre! Jajajajajaja… Simplemente fuimos al Registro Civil, una institución republicana, y, tu madre y yo…
-¡Es un decir, papá! Bautizar a alguien no necesariamente implica entregarlo a una religión. Es un verbo que ha trascendido su connotación piadosa. De hecho es una palabra de origen griego que, a la letra, significa “sumergir”.
-OK. Yo nunca te “sumergí”, querida hijita, en esas hediondas aguas bautismales. Jajajajajajaja
Pompis Osorio estaba seguro de que en cualquier momento su novia Lenia se largaría de aquella conversación infamante, pero sólo alcanzó a escuchar que balbuceaba un casi imperceptible “me rindo”, visiblemente presa del fastidio. No reconocía esa paciencia en su amada. Lenia no toleraba que le negaran la razón. Claro, estaba en presencia de su padre. Pero aún así, en muchas otras ocasiones la había visto perder los papeles incluso ante el arquitecto Malo. ¿Acaso todo aquello no era más que un sueño, el coyotito que se había apoderado de él en los columpios de un parque de Copilco? No, no era preciso que se pellizcara. Esa reunión no podía ser más que un sueño. No era concebible que tantas mentiras emergieran durante la vigilia.

Comentarios

Entradas populares