La raza cósmica

Pompis Osorio se había quedado dormido bajo un árbol de las Islas. Me lo encontré sin querer a la salida de la clase de Evangelina Morazán. Nadie en su sano juicio se tomaba la molestia de perder el tiempo de esa miserable manera, pero siempre he sido un ñoño insoportable al que le repugna faltar a sus obligaciones, por muy engorrosas o soporíferas que puedan parecer ante los demás. Evidentemente, mi primo no pensaba igual. Roncaba como un lirón bajo los incipientes rayos solares de aquella mañana de diciembre. Las lagañas de su desvelo eran su única compañía en medio de aquel desierto matutino. Dormir, o intentarlo, en casa de Lenia se convirtió en una joven costumbre que no le convenía del todo. Su suegro era bastante permisivo y generoso, pero Pompis extrañaba su cama en el Canal de Garay. El sofá de Los Malo era demasiado incómodo y, además, tenía que distraer el sueño mientras esperaba los ronquidos del arquitecto, portadores del salvoconducto para ultrajar la recámara de la camarada Lenia. El pretexto de que mi primo vivía por donde el diablo se quitó los calzones había convencido al arquitecto Malo de recibir a Pompis como un huésped de la casa. Tampoco costó demasiado trabajo. Enrique Malo estaba encantado con las inquietudes políticas de su futuro yerno. No así el resto de la familia, a la que las credenciales de mi primo poco o nada satisfacían. En sus sueños guajiros, la familia Malo había proyectado que la pequeña Lenia contrajera matrimonio con algún extranjero, de preferencia un príncipe europeo, para que de esa manera siguiera mejorando la raza. Naturalmente, los genes mestizos de Pompis Osorio representaban una amenaza para sus propósitos eugenésicos. Era tan así que inclusive la despiadada parentela de Lenia Malo habría preferido verla unida a las barbas de un joven pretendiente de origen hebreo que resignarse a una boda con ese engendro putrefacto proveniente de la raza de bronce.
-¿No te quedaste en casa de Lenia? ¿Dónde pasaste la noche entonces?... ¿Pompis?
-Es horrible, Aldo, horrible. ¡He cometido alta traición!
-¿De qué demonios estás hablando? ¿Por fin golpeaste a tu mamá?
-Traicioné a Lenia. Volví a acostarme con Artemisa.
-¡Pompis!
-¡Lo sé!
-Pero… ¡Pompis!!!!
-Lo sé. Lo sé muy bien.- Pompis Osorio se tomaba la cabeza, desesperado.
-¿Por qué hiciste eso? ¿Qué te indujo a regresar a esas lonjas?
-No lo sé. A veces siento que un alma siniestra se apodera de mí. Me odio cuando eso pasa. Te juro que ni yo mismo me soporto. Me sentía ruin, bajo, mezquino, pero aún así seguí adelante. No quiero volver a verme en un espejo. No sabes cuánto me desprecio…
-Bueno, bueno, no lo tomes tan así. Tal vez no sea lo más correcto, de acuerdo, pero los tiempos han cambiado, la promiscuidad es socialmente aceptada y, de hecho, promovida por algunos círculos de intelectuales libertinos. Quizá, en el mejor de los mundos posibles, todavía sientes algo por la gorda Artemisa.
-¡Noooooo! Ni lo digas. Eso sería terrible. ¡Terrible! Dónde quedaría mi ética. Dónde mi amor propio y mi responsabilidad social. No sabes cuán importantes son para Lenia la ética y la dignidad humana. Esto que le he hecho es una canallada. No tiene nombre.
-Tienes razón. ¡Es una putada lo que le estás haciendo!
-¿Verdad que sí? ¿Qué puedo hacer? No quiero ir por el mundo haciendo chingaderas como ésta. Quiero rehabilitarme, comulgar. Necesito ayuda.
-No te preocupes. Tengo la solución. ¡Confiésaselo todo a Lenia!
-¿Crees tú que sea conveniente?
-Sin duda alguna. Ella preferirá mil veces a un hombre arrepentido, de rodillas a sus pies, que vivir en el engaño por más tiempo. Anda, te estás tardando. ¡Corre! ¡Ve! ¿Qué esperas? A luchar por ese amor. ¡Largo!
No paré de reír en toda la tarde. Recordaba los gestos, los ademanes, las palabras sin sentido de Pompis Osorio, e inmediatamente me daban ganas de ponerme a patalear de la risa. ¿Qué oscura lógica se ocultaba detrás de su infidelidad? ¿Una humillación soterrada a la que el subconsciente no dejaba respirar? La abuela Malo fue una de las principales detractoras de Pompis durante su campaña hacia el noviazgo formal con la sibarita. La vieja folclórica era en realidad una gachupina fanática del arte indígena o indigenista, no hacía distinción. Una gran cantidad de objetos precortesianos que atestaban su casa de San Jerónimo y la hermosa piel morena de su servidumbre recordaban al instante un atlas étnico de la República Mexicana. No obstante, los mestizos eran para ella seres repulsivos procedentes de ayuntamientos salvajes entre indias de casta inferior y soldados de poca monta. A pesar de que, en vida, su marido se cansó de explicarle que el mestizaje era la razón de ser de la especie humana, ella se empeñaba en acomodar la historia a su gusto e, inclusive, pasaba por alto que sus hijos hubieran nacido de la unión entre un mexicano y una española. “Es la misma sangre”, se empecinaba, “por nuestras venas corre una genealogía de heroísmo revolucionario.” Pero su colmo era aquel que se atreviera a insinuar, pese a su narizota, sus ojeras de hurí, su moruna piel oxidada, la presencia de linaje árabe en sus blasones sanguíneos. Todo el que diera crédito a esa infamia podía ir perfectamente a tomar por culo.
Debo reconocer que ese prurito por demostrar la limpieza de sangre no era propiedad privada de la abuela de Lenia Malo. Originaria del Bajío, de rasgos indígenas, Emma Roldán también había luchado sin tregua durante su vida por pertenecer al clan de las rubias de categoría. Por temor al látigo de su marido, no se tiño el cabello sino hasta los cincuenta años, pero a lo largo de todo ese tiempo su complejo de Marilyn Monroe nunca dejó de latir. Emma insistió por una buena temporada de su juventud en retocarse con rímel un supuesto lunar en el cachete. Siempre lamentó nuestra tez broncínea y maldijo por lo bajo a su difunto padre por haberle heredado ese color de piel de porquería. Emma, para blanquearse, recurrió a los procedimientos más heterodoxos que la alquimia racista le podía proporcionar. Un día, presa de una compulsión para la que jamás ha probado medicamentos, estuvo a punto de envenenarnos, a ella misma y a nosotros, con el espantoso hedor de una solución con sulfato de amonio, gracias a la cual nuestra carne luciría blanca y lisa como los pétalos de un lirio. Nuestras madres la reprendieron con calor, pero Emma Roldán nunca aprendió la lección. Su misión en la vida no parecía ser otra que aclarar esa bochornosa mancha morena en su piel.
Seguramente, Pompis Osorio había recabado todos esos traumas de infancia para utilizarlos como recurso contra su maltratada autoestima, cuando, una vez más, el tribunal superior de su conciencia se decidiera a juzgarlo. ¡Ingrato! ¿No se daba cuenta de que su piel cobriza lo convertiría muy pronto en un líder carismático que dominaría a las masas sociales con esa simple apariencia de moreno apocado? Miles de hombres y mujeres le darían su voto por el mérito solitario de parecerse a Juan Pueblo. Otros miles de burócratas aprovecharían su carisma para vivir del erario otros quinientos años más. Naif Osorio no tardaría en convertirse, de la noche a la mañana, en el profeta que la raza cósmica necesitaba.

Comentarios

Entradas populares