La novela del crítico

Maravilla abrió las cortinas. El sol decembrino comenzó a lamerle las piernas. Envidioso de los rayos solares me acerqué a la ventana para recordarlas mejor durante mis poluciones nocturnas. Una especie de policía de la fidelidad maltrató mi lascivia con una mirada represora. “¡Ha de ser un santo el cabrón!”, pensé. “Como si a él nunca se le hubiera antojado una vieja que no fuera la suya.” ¡Que fuera a paseo! Guadalupe y yo éramos libres. Nunca nos pertenecimos. Me atrevo a pensar que se acordaba de su difunto esposo cuando hacíamos el amor. Mi parecido con el muerto (aunque ella lo negara) volvía inevitable la conjetura. Nunca me llamó por su nombre durante el acto, pero no me habría sorprendido si lo hubiera hecho alguna vez.
¡Pobre Maravilla! Tu estilista te profesa un desprecio infinito. El aroma que despide tu cabello guillotinaría cualquier conato de pasión oscura, si no se tratara de mí. Green Peace te raparía como castigo a tu desaforado consumo de aerosoles. ¿Habrás leído mi texto? Espero que no te hayas limpiado el culo con él.
-Vas a tener que perdonarme las boronitas. Tuve un ataque de insomnio y no resistí la tentación de comerme una caja entera de galletas con coca cola.
-¿Seguro te sientes bien? ¡Galletas con coca cola! Por eso no duermes. ¿De qué sirve que seas vegetariana?
-Tuve una crisis. Se me acabaron las pastillas para dormir y no hubo más remedio que ponerme a leer todo lo que cayera en mis manos. Toma, sólo te hice algunas correcciones…
Maravilla no había corregido absolutamente nada. El texto seguía inmaculado como la pelambre de una virgen. Arrojé al basurero aquel amasijo de papelería ilegible y deambulé por los caminos. El Dr. Morelos tenía razón. Escribir ficción no me dejaría nada bueno. Debía encaminarme por el sendero académico y olvidarme de estupideces. Como el novato de las fuerzas básicas que era, pensaba que la cátedra se había divorciado del sentido del humor. Me equivocaba. Morelos producía más mala leche que cualquier vaca sagrada famosa por su irreverencia, pero no era un payaso ni un iconoclasta consuetudinario. Su violencia verbal jamás iba acompañada de una carcajada. Era seca y mortal, como un cuchillo afilado. Morelos creció rodeado de almas malévolas que desgranaban insultos y sarcasmos sin la menor pretensión de estilo. Despedían una maldad natural, casi orgánica. Sus abuelos, responsables en gran parte de su crianza, se mataron mutuamente con dagas psicológicas de acero inoxidable. Morelos aprendió bien la lección.
Tachado desde el colegio como un íncubo con mañas de cordero, no fue sino su ingreso a la Escuela Nacional Preparatoria el que terminaría por convertirlo en un ave dañera. Morelos se vengaba de Dios y de la sociedad sin necesidad de dedicarse al crimen. Siempre se comportó como un alumno modelo. Jamás reprochó la constante ausencia de sus padres. Acompañó a su abuela a la misa de todos los domingos hasta que su muerte acabó también con aquella sana costumbre familiar. Su abuelo lo instruyó en innumerables oficios que Morelos aprendió con hambre de principiante. Soportaba los regaños de los viejos con el estoicismo del héroe. ¿Dónde estaba su daño? En la lengua, en el comentario pertinente, en la pulla vertida, como hierro caliente, en las heridas recién abiertas o en carne viva. Sus compañeros le tenían miedo, pero no por una fuerza bruta de la que carecía, sino por su saludable capacidad para lastimarlos. No vivió del todo como un apestado porque las más hábiles entre sus víctimas lo utilizaban como un arma para desquitarse de los enemigos. Morelos era el oráculo. Siempre decía la verdad.
-¡Qué mal gusto el tuyo de usar papel reciclado! Tienes que prescindir de esas maneras proletarias. ¡Pues si no estás en la UAM!- me recriminó en su cubículo, cuando acudí a verlo en busca de consejo. Morelos se había quedado en la época romántica de la Universidad, cuando la masa advenediza no se había mezclado todavía con los criollos de albo plumaje. Presumía su calidad de pionero de la Ciudad Universitaria, una suerte de arcadia del conocimiento, entonces, donde a la mayoría de los pastores se les podría augurar una especie de futuro. Morelos contuvo magistralmente su bilis negra hasta que a sus abuelos se les ocurrió la espantosa idea de morirse. Con su padre lejos, entregado a su arte en sabía Dios qué dionisíaco puerto, Morelos no tuvo más remedio que alojar sus huesos rotos en la palaciega casa de su madre. Nunca padeció diarreas de literato. En la vida atosigó a alguien con la monserga de sus textos. Escribía en silencio, para sí mismo, ensayos o crónicas alrededor de la vida cotidiana, estampas de su soledad. Morelos se sentía más solo que nunca en aquel entonces, pero ignoraba que esa sensación de abandono que lo corroía no había hecho sino entrar en la adolescencia. Abominó de todos los vicios, incluidas las mujeres, hasta el momento aciago en que conoció a Marcelina Rivas Cacho.
Marcelina se dedicaba a devorar libros de Historia con la misma ansiedad de su finado abuelo, el ferruginoso cronista de algún pueblo de Canarias, que presidía el panteón de Marcelina como un Dios. Morelos también se habría inclinado por la Historia, gracias al ejemplo de un extraordinario maestro de la Prepa, de no ser porque el gen sanguinario que lo gobernaba terminaría arrojándolo en los brazos de la crítica literaria. ¿Qué mejor manera de vengarse de los escritores que ajusticiando su poesía o su narrativa en el paredón de los epítetos y las maldiciones? Compartía con Marcelina el rigor del análisis textual y una incipiente saña para detectar errores ortográficos y de sintaxis. Marcelina y Morelos tenían todo para convertirse en una sádica pareja de maestros regañones, sin embargo, ella cojeaba de una dulzura en el trato que la hiciera pasar las de Caín en sus primeros pasos como profesora de secundaria.
Marcelina se decepcionó terriblemente de la enseñanza cuando empezó a notar que sus alumnos se dormían durante la clase. Nadie estudiaba. Ninguno de ellos se tomaba en serio nada. Los conocimientos teóricos de la novel maestra gozaban de una salud de atleta, pero sus estrategias pedagógicas sufrían los estragos de una severa desnutrición causada por su juventud e inexperiencia. Poco a poco, logró esquivar los obstáculos en la carrera de la docencia con una fórmula secreta aprendida en los laboratorios de su relación con el Dr. Morelos Xicoténcatl. Morelos había adquirido con los años una leve incontinencia verbal que desmentía su fama de crítico pertinente. Marcelina lo atormentaba con salidas misteriosas que alborotaban a la bestia salvaje de los celos. En ese trance, Morelos se atrevía a insultarla de la manera más soez, más banal, más fácil que se le ocurría. Ya no era un amargo loco con cuchillo, sino un patán con ametralladora. Claro, también era lo suficientemente jactancioso como para reírse de los celosos y sus dramas, pero en los Dardanelos de su conciencia no dejaba de navegar una débil barca abarrotada de angustia. Marcelina había encendido un romance con el actor principal de una puesta en escena universitaria. Morelos, maestro de la contención y el ascetismo gestual, liberó involuntariamente ante la noticia a una vieja perra encadenada en el desván: siempre había soñado con convertirse en un histrión. Durante muchos años, sustituyó su vocación dramática con el poder de la palabra exacta, dicha en la intimidad del aula. Como maestro, poseía dones naturales para manipular a esas pequeñas hordas de adolescentes. Psicólogo intuitivo, dominaba a la perfección el arte de atemperar las emociones, las propias y las de los alumnos. Morelos se creyó tocado por los dioses hasta que Marcelina lo dejó por la vulgar marioneta de un dramaturgo. El resto de la historia se conocía públicamente, la Dra. Marcelina Rivas Cacho casó en primeras nupcias con el susodicho actor. ¿Qué hizo Morelos al respecto?
-Esperar. Urdir con paciencia el jaque al rey digno de un maestro.

Comentarios

Entradas populares