La casita de Tlalnepantla

Guadalupe no duró mucho tiempo en el hospital. No había camas disponibles. Doña Pola, su madre, hizo esfuerzos sobrehumanos para convencer a su hijo de trasladar a su hermana hasta la vieja casa de la Doscientos desde la clínica del seguro ubicada en el municipio conurbado de Tlalnepantla. Esa excursión de regreso a los orígenes remitió a Guadalupe a sus primeros años como mujer casada cuando fatigó ese recorrido en innumerables ocasiones. El largo trecho entre la Vía Gustavo Baz y el Eje 3 Oriente facilitó esa revolución de la memoria. Ulises, su primer marido, le había regalado una estufa de gas para conmemorar su aniversario de bodas. Embaucados por el amor, se casaron en plena adolescencia y, como era lógico, antes de cumplir los treinta habían transigido voluntariamente con el fracaso. Guadalupe fingía una dicha que no corroboraban sus amargas noches de soledad, cuando se empotraba en el insomnio ante la frecuente ausencia de su esposo. Ulises ya no era el típico marido hogareño que su suegra le había prometido; al contrario, se dedicaba a cumplir misiones especiales dentro del escuadrón de asesinos y torturadores auspiciado por el gobierno durante la década de los setenta. Guadalupe ignoraba las hazañas de su cónyuge y no tuvo tiempo de sufrir las consecuencias. Ulises murió como un héroe en el cumplimiento de su deber una fría madrugada de febrero, la víspera del natalicio de su hijo más pequeño.
Emma Roldán, por su parte, molió a preguntas el cerebro de Aldo Pereira. En cuanto se enteró de lo acaecido en la casita de Tlalnepantla, se echó al cuello de la conciencia de su nieto con ansias de estranguladora. Aldo había dejado de ser un niño y ya sabía lo que hacía. Eso le quedaba claro. Pero Guadalupe… Emma no podía creer semejante felonía de parte de su comadre. De cualquiera lo habría creído menos de ella. Finalmente, Aldo era hombre, no había de qué sorprenderse. Pero que Guadalupe Santiago hubiera resultado una feroz asaltacunas ni en su peor pesadilla lo había considerado. Quiso ir a gritarle sus verdades en plena convalecencia y Aldo Pereira se ofreció a acompañarla. No encontraba otra manera de que lo dejaran entrar en la casa de la Doscientos. Cuando fue sorprendido en el nido de sus amores clandestinos con Guadalupe, nadie se llamó a engaño. La pareja de amantes había tenido un encuentro pasional de proporciones bíblicas. El infarto de la señora Guadalupe no era sino el castigo necesario, desde el punto de vista de ese dios iracundo y asesino, para los nefandos ayuntamientos que habían tenido lugar en esa crujía. La casita de Tlalnepantla se había convertido en alcahueta de los esporádicos encuentros sexuales entre Guadalupe Santiago y Aldo Pereira. Aldo consiguió la rendición de la carne mallugada, pero de aquella orgía sólo la lujuria podía decirse satisfecha. Guadalupe necesitaba algo más que un tórrido romance subterráneo. Requería el artificial endulzante amoroso que Aldo Pereira insistía en regatearle. Es cierto, Guadalupe estaba empeñada en conseguir el amor de Aldo, pero a condición de que fuera un amor secreto, guardado bajo siete llaves contra el qué dirán. Por nada del mundo se exhibiría ante la opinión pública como una venerable degenerada. Si Aldo gustaba de saciar sus apetitos con su cuerpo, adelante, ella nunca se opondría a complacerlo, pero el chico no haría una pira con los escombros de su reputación. Le habría quedado aún algo de decencia, de no atravesarse en su camino la fatalidad de una noche desgraciada.
Para ser sinceros, Aldo Pereira la habría dejado morir en la reyerta de las sábanas, pero Guadalupe le suplicó, con el último aliento, que por el amor de dios se hiciera cargo de llamar a un médico. Aldo no traía crédito en el celular y en la casita aquella de Tlalnepantla hasta el teléfono les habían cortado. Los hijos de Guadalupe abandonaron paulatinamente tanto la casa como a su madre, sin el menor remordimiento en la conciencia. Guadalupe dejó de pagar las cuentas como protesta ante el abandono. Cansada de hablar con las paredes y las plantas, enemistada con los vecinos por viejas culpas de sus hijos, coronada por su segundo marido en sus propias narices, no tomaría la decisión de mudarse con su madre sino hasta la intempestiva muerte de su canario. Dispuesta siempre al heroísmo, Guadalupe se inmoló entonces en cuidados para la anciana. La casita de Tlalnepantla parecía haber dado todo de sí.
Nadie contaba con pruebas para afirmarlo, pero una hipótesis defendía que la desvergüenza de Guadalupe se había originado una tarde nublada de diciembre en la que El Guachi decidió sacar a pasear a su nueva familia por las banquetas de la Doscientos. Ella los saludó con una sonrisa agónica. Murió un poco, después de esa visión perturbadora. El Guachi se veía muy guapo, todavía le quedaba algo de cabello y, para colmo, la calvicie no le sentaría nada mal. Su mujer era prudentemente atractiva, y hasta le habría parecido simpática si no le hubiera bajado el marido a la mala, embarazándose justo en el momento en que al Guachi le despertó el instinto paternal y Guadalupe ya no estaba en condiciones de parir chayotes. El Guachi seguía usando las camisetas ceñidas al cuerpo, pero su abdomen había decrecido en forma exponencial. Pobrecito. Junto a ella nunca habría adelgazado. Su barba crecida delataba descuido o exceso de seguridad. La sonrisa sincera que le ofreció al pasar por el zaguán de Doña Pola permitía inclinarse por lo segundo. El Guachi y su orgullosa familia caminando por esa calle representaba uno de sus sueños de alcoba hecho realidad en la vida de otra mujer. Guadalupe, en cambio, tendría que conformarse con la condena social por haberse atrevido a fornicar con el nieto de su comadre, y aguantar los malos modos de las aliadas de Emma Roldán, entre ellas la madre del Guachi, su querida ex suegra, quien, por supuesto, siempre la adoró.
Guadalupe no necesitó muchos brazos ajenos para bajarse del coche de su hermano. Su semblante disuadió a todo el mundo de hacerle preguntas incómodas. ¿Qué hacía Aldo Pereira en la casita de Tlalnepantla cuando a ella le dio el ataque? Emma Roldán iba decidida a sacarle la sopa, aunque fuera con tirabuzón. No se iría de la Doscientos sin haber escuchado esa confesión de labios de su comadre, se lo había prometido a sí misma; pero un consejo de almas razonables le recomendó abstenerse de interrogatorios. Aldo Pereira causó sensación en la casa de Los Santiago. No hubo mirada réproba que no se dirigiera hacia su cínica sonrisa de solterón. Así que había sido él el causante de aquel infarto al miocardio de Guadalupe. ¡Quién lo creyera! La mayoría de los presentes no habría dado un peso por su heterosexualidad, pero ahora casi se persignaban ante su audacia. Otro en su lugar no se hubiera parado por esos lares ni en un millón de años, pero Aldo se sentía obligado a hablar con Guadalupe para poner en claro lo ocurrido en Tlalnepantla. No estaba dispuesto a seguir mintiéndole al mundo. Quería gritar que se había enamorado de ella. Incluso, llegó a considerar hacerla su esposa. Aldo se creía en la obligación de lavar un honor más que percudido, pero Guadalupe, más práctica, más adulta, simplemente se impuso la tarea de negarlo todo. Aldo se desilusionó un poco ante la actitud defensiva de Guadalupe. Por un momento se había imaginado que la bomba arrojada en Tlalnepantla ocasionaría daños irreversibles en sus relaciones; sin embargo, la proverbial asaltacunas no daba acuse de recibo. Se había atrincherado en la excusa de un Aldo Pereira con dotes de electricista que le estaba ayudando a escombrar la casa. Aldo no se atrevió a contradecirla para no herir la susceptibilidad de los marranos. Después de todo, tal vez fuera lo más conveniente. Hacer de cuenta que nada había ocurrido en la casita de Tlalnepantla, olvidarse para siempre de su noche oscura en un hotel de Pantitlan. Guadalupe no podía ni mirarlo a la cara. Había llegado la hora de despedirse. Sí, sería mejor que se fueran, la piara de Doña Pola no estaba dispuesta a compartir el pan y la sal con Emma Roldán y su nietecito consentido. Los muy homófagos habían encargado un miserable kilo de carnitas. Un escandaloso en el timbre los hizo salivar. Lástima, falsa alarma, el redondo espécimen que no se cansaba de timbrar no era el jugoso lechón que habían soñado para el almuerzo. Aníbal, el segundo hijo de Guadalupe, cruzó impaciente el umbral de aquella puerta.

Comentarios

Entradas populares