"Telarañas"

“… ¿por qué no has de llevarte, sin piedad, mi corazón?”

Ya se le había hecho costumbre. Martín Peregrino les cargaba las bolsas a las maestras para congraciarse con la Técnica. Después de todo, le habían perdonado la vida. De algún modo tenía que mostrar su agradecimiento. Su servilismo le hubiera pasado desapercibido a Aldo Pereira, si no fuera porque el muy lambiscón era especialmente atento con la maestra Pilar.
Martín Peregrino llegó, un día cualquiera, con la bolsa de cuadros blancos y negros de la maestra. Ella venía detrás de él, con su andar mareado. Aldo Pereira, empalado en la cruz de los celos, lanzó una expresión inaudita contra su compañero: “Barbero”. Peregrino había vuelto al redil pero no dejaba de ser un farol bravucón, quien, a la menor provocación, buscaba imponer su ley. “¡Cállate, p…!”, alcanzó a balbucear en su intento por zapear a Pereira. No pudo hacerlo porque la maestra del Pilar nunca abandona a sus hijos más fieles: “Ni te atrevas, Martín. Primero me pegas a mí.”

-¿Entonces vives aquí en la Norte?
-Sí, estamos a unas cuadras. Por eso me gusta darme mis vueltas de vez en cuando.
-Mira…
-Buenas noches, joven. A ver qué tal, Pilo.
-Son los recuerdos para la boda de mi hija.
-¿Se va a casar? ¿Con quién?
-Pues con su novio.
-Ái te los dejó, ¿no? Ya se me hizo bien tarde.
-¡Ándale, pues! Gracias, ¿eh?
-¿A dónde va?
-Al teatro. Es que a mi sobrina le regalan boletos para Bellas Artes.






-¿Cómo se me ve, madre? ¿Madre?... Oye, parece que estás enamorada.
-Perdón…
-¡Ya te pareces a tu amiguito ese de la escuela! ¡Si vieras cómo te mira! ¡Pobrecito!
-¿Por qué?
-¡Ay, madre! No me digas que no te has dado cuenta de que está enamorado de ti.

Aldo Pereira también se acostumbró pronto a visitar a la maestra.
-Buenas tardes.-balbuceó en imbécil, una de esas tantas ocasiones.
-¡Hola!- respondió, sonriente, la joven robusta que lo atendiera la primera vez.- ¿Cómo estás? ¿Qué crees? No está mi tía.
-¡Cómo! ¿A dónde fue?
-Pues, salió a un mandado.
-¿Tardará mucho?
-Yo creo que sí, pero no te apures. Yo le digo que viniste
Furioso, Aldo Pereira tomó el camino de regreso. Así que la maestra Pilar se sentía con derecho a dejarlo plantado. No lo podía creer. Pensaba que sus encuentros vespertinos también representaban algo importante para ella, pero, claro, lo más importante siempre sería su familia. ¡Maldita familia! Aldo Pereira se sentía ultrajado. Pateó una pobre botella durante todo el camino. ¿Para qué lo ilusionaba revelándole que había guardado sus cartas, si no significaban nada para ella? ¿Quién se creía? Ni que fuera la única mujer en el mundo, pero él tenía la culpa, por haberse enamorado de ella como un… ¿Qué veía? El viejo sentado en un tronco junto al paradero de microbuses, ¿no era el marido de la maestra? Aldo siguió caminando sin perderlo de vista: traía una gorrita de beisbolista y charlaba alegremente con sus compadres microbuseros. Aldo Pereira lo odio. Odiaba hasta las chelas que se estaban tomando. ¿Cómo era posible que la maestra prefiriera a ese borrachín? Su bigotito le daba náuseas a Pereira. ¿Y la maestra lo besaba? Guácala, se dijo. ¡Qué asco!

Aldo visitaba todos los días a la maestra, pero era casi imposible que los dejaran solos. El áurea soledad de sus primeros encuentros se vio paulatinamente distorsionada por infinidad de intrusos. La hermana y la sobrina casi siempre la rodeaban como un par de guaruras. Los clientes asiduos eran viejos conocidos de la maestra que se ponían a platicar con ella durante horas con litros de leche como pretexto. Eran vecinos de toda la vida.
Ancianas a las que la maestra conocía desde niña, le contaban sus peripecias con cierta discreción ante la presencia de Pereira, pero otras más exhibicionistas veían en el escolapio un acicate para rajar más sabroso y hasta se dirigían a él, en medio de la conversación: “¿Cómo ve, joven?”
Cuando se trataba de varones, el ambiente interior de Aldo Pereira se ponía mucho más rudo. En la mayoría veía posibles rivales, viejos enamorados, qué sabía él. La maestra tenía más de cuarenta años en la colonia. ¿Cuántas cosas no pasaron antes incluso de que él naciera? Era obvio que la gente entrara y saliera de una tienda de abarrotes, pero para él todo parecía una confabulación. El mundo conspiraba para arrebatarle su amor.
El colmo lo encarnaban las interrupciones del viejo hojalatero, quien no sólo los interrumpía en momentos culminantes, sino que se ponía a platicar con ellos, muy quitado de la pena. Sin duda, el cervatillo del progreso no le inspiraba ni una pizca de celos. Seguramente, ni se imaginaba que estaba enamorado de su vieja. ¿O marcaba su territorio amigablemente? Aldo no lo sabría nunca, pero en las pocas ocasiones en que pudo intercambiar unas palabras con el señor, hasta bien le cayó. Quizá la maestra no andaba tan perdida. Había preferido casarse con un hombre sencillo, pero simpático, a lidiar con un intelectual mamón o un neurótico como Pereira. Tal vez todavía estaba enamorada de él. Aldo se quedó pensando en ello, mientras escuchaba el rumor de un viejo radio que sonaba escondido por ahí. “Radio A I, 1470 de A M. Desde México, Distrito Federal.”
-A ver padrino.- así se dirigía el viejo hacia Aldo Pereira.- Tú que tienes buenos ojos.
Aldo le recibió un periódico abierto donde se publicaban los resultados de la lotería. No necesitaba leerlo. Aldo ya sabía el resultado en su fuero interno: “Afortunado en el juego, desafortunado en el amor.” Sí; a los catorce años y después de haber cursado su educación básica frente a la barra de telenovelas, Aldo Pereira no podía salir más que con un lugar común. ¿Qué más quería ese hombre de la fortuna?, se preguntaba. ¿No se daba cuenta de que ya lo había bendecido con esa mujer? Por lo visto, después de tantos años de matrimonio, ese tipo de bendiciones ya no eran suficientes para un hombre.
-¿Ya, hija?- le preguntó a la maestra.
-Sí, ya está. Ya súbete. ¡Pero mira cómo andas! Lávate bien las manos. ¡Ay, este señor!
¿Qué quería? Era un hojalatero. Aldo Pereira siempre había menospreciado a los que vivían de las chambitas porque en el fondo quería defenderse de ellos. Regularmente, eran hombres que trabajaban por su cuenta los primeros en burlarse de su torcida afición por cosas de señoras. Aldo Pereira se sentía muy agredido cuando los compadres de mi papá le preguntaban: “¿Qué pasó, mi cuate? ¿Cómo que no te gusta el futbol? No nos vayas a salir marisco” Aldo Pereira quería desaparecer a todo aquel que le salía con esas jaladas, sobre todo porque le irritaba saber que los muy hipócritas tampoco se perdían ni un solo capítulo de Mirada de mujer. ¿A quién querían engañar con su pose de machos cabríos? Siempre había preferido ignorarlos. Los despreciaba por insensibles y mandilones, pero, al parecer, el marido de la maestra era diferente. Además, a éste le envidiaba una cosa. La maestra Pilar se había casado con él.





Como estaba muy ocupada con lo de la boda, la maestra Pilar lo dejó plantado muchas otras veces. Aldo Pereira comenzaba a cansarse. No era un dechado de estoicismo como él creía. Había llegado a su límite. Por eso, muy decidido, se apersonó un día de tantos para conseguir una recompensa a sus trabajos. Luego de muchas cavilaciones, comprendió que sólo una cosa podía dejarlo dormir tranquilo y, al mismo tiempo, resarcir todos los plantones de que había sido objeto. En la escuela era prácticamente imposible abordar a la maestra sola, y, aunque el numeroso cortejo de sus fieles en la basílica tampoco le dejaba mucho campo de acción, el recinto porfiaba en convertirse en el lugar de la profanación: “¿Me deja darle un beso?” La maestra se negó rotundamente. “En el cachete”, concedió Pereira todavía. “No, eso no.”
Muchos de sus alumnos le había besado los cachetes, pero Aldo nunca lo haría. Una de nuestras compañeras le explicaría después a Aldo Pereira que seguramente la maestra se había negado por temor a que Aldo buscara su boca en vez de la mejilla. La tesis logro satisfacerlo hasta que, un maldito día, Martín Peregrino se levantó de su banca para hacerle la barba acostumbrada a la maestra Pilar y, sin el menor empacho, la saludó con un tronado beso en la mejilla. Aldo quiso volverse loco de celos. Claro, hijo de puta, así se hacía.





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