"El chismógrafo"


Diciembre y sus posadas llegaron puntuales, pero en la casa de la maestra Pilar intercambiaron la posada por una boda. El dieciocho de diciembre, Verónica y su novio se contagiaron de infelicidad para toda la vida. Contra algunos pronósticos, el padre de la novia la entregó en el paredón: unos días antes de la ceremonia había contraído una gripa furibunda que lo tumbó en la cama sin compasión. Las viejas amigas de la maestra vinculaban los estornudos y el escurrimiento nasal con el correr de las amonestaciones: el cuerpo del padre resentía la sensible pérdida.
La maestra Pilar nunca se había tomado nada tan a pecho y desconfiaba de la alquimia emocional. Educada en los principios de la técnica y el progreso, no veía en la gripa de su marido más que la consecuencia lógica de su negligencia; eso era todo, el viejo necio siempre andaba sin suéter. Ella misma le había tejido bufandas y guantes que el desdichado nunca se iba a poner. Ojalá todos los hombres fueran como Aldo Pereira, quien la visitó en un par de ocasiones durante el asueto navideño. Pulcro, perfumado y muy bien abrigado se presentó en la basílica después de la última lluvia del año. Tuvo que brincar los charcos lacustres de la colonia Pantitlán para llegar a su destino, pero así hubieran sido ríos, no podía dejar de visitar su templo. La maestra del Pilar tejía carpetas junto a su hermana.
Aldo llegó distraído; la canción emanada del sonido en la última posada de la cuadra se le adhirió al inconsciente como una sabandija: la cumbia callejera lo mataba de nostalgia. Estuvo serio y hasta enigmático. Volvió a rechazar cada una de las golosinas que le ofreció la maestra. Sin embargo, hubo un obsequio que no pudo despreciar. La maestra subió rápidamente a los altos de la casa para bajar una bufanda tejida especialmente para él. Aldo Pereira hizo un esfuerzo sobrehumano para contener las lágrimas.
En la esquina de la avenida Pantitlán con la calle Siete, tomó el camión que lo llevaría de regreso a su nuevo hogar. Los departamentos del Canal de Garay eran sencillos, pero su madre ya se había pasado más de una tarde imaginando todos los arreglos que le haría; para su desgracia, tendría que arriesgarse a contratar hombres que pusieran manos a la obra porque carecía de un marido que respondiera por ella, y su pobre hijo era un bueno para nada sin oficio ni beneficio. Sus mediocres calificaciones en la secundaria la hacían temer las peores tribulaciones en el futuro del muchacho. Aldo Pereira había resultado un fraude. No se había convertido todavía en la mente brillante que respondería la quinta pregunta de sus vidas. Un adolescente adicto a la televisión no era capaz de ilusionar a nadie. Más de tres personas se lo imaginaban perfectamente cotorrón viviendo con su madre a los cuarenta y tantos.





El penúltimo año de la década comenzaría sin aspavientos. Aldo Pereira y la maestra Pilar seguían compartiendo los crepúsculos, pero ella ya estaba cansada de que su enamorado fuera una especie de tótem al que tenía que sacarle monosílabos con tirabuzón. “Parece que estoy sola.” Aldo se presentaba en la basílica con la simple encomienda de guardar silencio en protesta contra la indiferencia y el desamor de la maestra. La bufanda no había sido más que una cortesía. Merecía haber sido consumida por las llamas de su decepción. Aldo Pereira la hizo arder una noche de luna en la azotea de su abuelita.
El colmo fueron los días en que la maestra ya no pudo atenderlo porque andaba muy entretenida con los señores que iban a remodelar la casa: le llamaba remodelar a echar unos cuartos y abrir un balcón. Verónica y su peoresnada ya vivían en la basílica: mientras se consideraba un delito de lesa humanidad permanecer soltero hasta los treinta en la casa materna, la flor de la normalidad seguía viviendo en las mismas después del matrimonio. El matrimonio justifica cualquier aberración.
Como la maestra Pilar no le seguía la corriente amorosa, el cervatillo del progreso tuvo que ingeniárselas para, según sus intenciones, ablandar la coraza corporativista de la maestra. “Ya no nos vamos a ver”, lo había amenazado una y otra vez. Aldo terminaría la secundaria; la maestra probablemente cerraría el changarro porque ya no era negocio para nadie. Ante ese par de buitres que amenazaban con despedazar el cadáver de su amor, Aldo Pereira se creyó en la obligación de cambiar la estrategia.
-¿Qué te pasa, Aldo?
-Nada.
-¿Por qué lloras?
-No se lo puedo decir.
La maestra y su hermana se miraban mutuamente tratando de indagar el origen de aquel drama. Aldo buscaba dar lástima, pero sólo conseguía la pena ajena. La maestra Pilar ya no sabía que pensar. Demasiados problemas se le habían juntado como para que todavía ese niño loco le agregara más leña a su hogar. No se sentía capaz de pedirle que ya no la visitara: lo consideraba una grosería de su parte; pero, al mismo tiempo, ya no soportaba sus escenas y berrinches cotidianos.

Una noche, Aldo no parecía albergar ninguna intención de largarse. Al filo de las nueve, el devoto amante seguía instalado en la tienda como si lo hubieran sembrado ahí. Seguramente, presentía que aquella sería su última noche con la maestra. El local estaba lleno de gente. Había todo menos intimidad, pero un magnetismo siniestro lo aferraba al mostrador. Aldo sabía que tenía que retirarse, pero no quería salir con las manos vacías.
-Es que ya es muy tarde.
-No se preocupe, no me va a pasar nada.
-Voy a encaminar a este niño y regreso.
Aparentemente, las noches de la colonia Pantitlán eran más peligrosas de lo que Aldo se imaginaba.
Mientras caminaban sobre la banqueta oscura, Aldo Pereira sintió un remordimiento. Algo en sus entrañas no encajaba con aquella oscuridad primaveral. Sí, la maestra Pilar iba a su lado, estaban solos al fin, pero no sentía que lo acompañara el amor de su vida. Más bien, aquella sensación le recordaba las concesiones de su abuela y su madre, el cráter intestinal que brotaba después de un capricho cumplido. Llegaron a la esquina y la maestra tenía que despedirse. Aldo, como de costumbre, no había abierto la boca. “Vete con cuidado”, le recomendó. Aldo se echó a correr sin despedirse. El momento hubiera sido plácido para robarle un beso o repetirle, a la luz de los faroles que medio alumbraban la esquina, que la amaba, que necesitaba mucho estar junto a ella. No ocurrió nada de eso. Aldo corrió hasta topar con pared en una calle cerrada y la maestra se regresó a su casa, quién sabe si preocupada o molesta. Quizá, ya no tenía cabeza para las tonterías de Pereira.
Aldo Pereira llegó al Arenal al cinco para las diez. La abuela estaba preocupadísima. Ya lo había acusado con su madre. En medio del regaño, Aldo se apresuró hacia el teléfono.
-¿Maestra?... sí, estoy bien. ¿Puedo pedirle un favor? Márqueme en cinco minutos, ¿sí?
Nada de lo que le dijeran su abuela y su madre empañaría su satisfacción si lograba comprobar el afecto de la maestra.
-¿Bueno? Sí, ahorita te lo paso. Ten, creí que era tu mamá.
-¿Maestra? Gracias. Sí, le agradezco mucho la llamada.
-¿Querías decirme algo?
-Sí,… la quiero mucho.
-Yo también.
Aldo Pereira fue sentenciado a pasar la noche en la Arenal. Era viernes. Al día siguiente, se regresó al Canal de Garay, presa de una emoción insólita. Con rumbo al paradero del Bordo respiró el aroma fresco del césped recién cortado en la Alameda. Las mangueras de riego salpicaban a los transeúntes distraídos. Aldo iba lo suficientemente anclado en su realidad como para mojarse, pero, la noche anterior, después de hablar por teléfono con la maestra, sin rubor se hubiera empapado con aguas tratadas como quien se moja de felicidad.

-Si ya no quieres vivir conmigo, dímelo para hablar con tu papá. O quédate a vivir con tu abuela. Al fin que vives con ella, ¿no? ¿No le dijiste a la maestra que no tienes madre?

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