"El fantasma"

Aldo Pereira no podía creerlo. La maestra Pilar había sobrevivido a la jauría de lobos que le salió por la boca a su marido. No era un asesino, ni un loco sediento de sangre.
-Te llamé, pero nadie contestaba.
-¿No le dije que me iban a celebrar mi cumpleaños en Cuernavaca?
-Pues yo no sé si fuiste o no a Cuernavaca. Pero no te preocupes. No pasó nada.
-¿De dónde salió el chisme?
-Quién sabe. Ya ves cómo es la gente. Por ahí, hay una vecina que me quiere mucho.
-Oiga, maestra. ¿No será cierto?
-Claro que no, Aldo. Y eso que dices que me estimas
-¿Entonces?
-No esperaba esto de ti. Pensé que eras diferente.

Aldo Pereira se asoleaba todas las tardes. Rondaba la basílica del Pilar como un apóstata arrepentido. No se atrevía ni a pisar el atrio; simplemente rodeaba la manzana y se regresaba al Arenal sin transición. Para salir de Pantitlán tenía que detenerse un momento en las riberas del Río Churubusco.
Guillermo de la Rosa se estaba cagando de la risa al otro lado del río. Por lo visto, en donde quiera encontraría súbditos dispuestos a rendirle pleitesía.
El semáforo detuvo milagrosamente a los asesinos a bordo de un chimeco. Aldo cruzó el río. Quiso pasar desapercibido para los ojos de Guillermo de la Rosa, pero no pudo escaparse de la mirada del basilisco. “Quihúbole. ¿Ya no te acuerdas de los cuates?, atinó a vociferar de la Rosa, cuando Aldo Pereira se echó a correr como alma que lleva un chimeco. “Antes me hablabas.”

Aldo nunca había corrido tan rápido. Al pasar por el parque de las palomas, las piernas comenzaron a cosquillearle. Se sintió deshidratado, seco, vacío, pero volvió a apretar el paso. Consiguió aguantarse hasta la esquina de la parroquia, pero ya no podía más.
Aldo Pereira llegó sigiloso a la casa de su abuela. Nadie debía enterarse de que se había orinado en los pantalones.

La maestra Pilar se moría de calor, pero la costumbre había silenciado cualquier queja. Tenía que permanecer de pie bajo los rayos ultravioleta con el mismo estoicismo de toda la vida. Desde que la escolapia era ella, su destino consistía en saludar a la bandera y cantar el himno nacional sin el menor asomo de fatiga. Aldo Pereira compartía su destino de lagartija. El sol acompañaría siempre el recuerdo del uno en el otro.
-No estábamos haciendo nada, Roberto.
-Ya saben que no se puede hablar durante la ceremonia.
-Pero…
-¡Cállense o les va a ir peor!
Isidro nos condenó a broncearnos en el patio como si perteneciéramos a su estirpe de próceres insobornables. Inconforme con insolarnos, mandó llamar a nuestros padres para regañarlos en nuestras narices. Cómo era posible que sus hijos no respetaran a la enseña nacional. “No volverá a suceder, maestro.” Permanecimos un par de horas más en las jurásicas oficinas de la Técnica.
La maestra Pilar se nos apareció como a la media hora, haciendo antesala en la oficina del director.
-¿Qué hacen aquí?
-Creo que nos van a expulsar, o algo así.
-¿Cómo crees? ¿Qué hicieron?
-Nada…
-“Nada” Algo han de haber hecho. Sobre todo tú, Aldo. Has cambiado mucho.
-Nos cacharon cuchicheando en la ceremonia.
-Así me gusta. Que se diga la verdad. Deberías de aprender a tu primo, Aldo. Él no sabe mentir.
-Maestra Pili, pase por favor.

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