"Amor, orden y progreso"

Aldo Pereira se quedó en la Escuela Nacional Preparatoria de Coapa. A simple vista, el busto tutelar de José Vasconcelos no parecía coincidir para nada con las cuitas de un asiduo lector del Tele Guía.
Aldo quería ser feliz, pero nunca sabía cómo. Pisó la Prepa de Coapa en espera de un milagro que se lo arrebatara al destino. Nunca ocurrió. Nunca la palabra adecuada. Su madre quedó encantada con las instalaciones y la ubicación de la Preparatoria. ¡Pobre, todavía aspiraba a una vida mejor y cifraba sus esperanzas en la posible carrera universitaria de su hijo! ¡Coapa implicaba una mejoría para ella!
Nadie lo peló desde el primer día. Era un extranjero nuevamente. Si no pertenecía a los llanos y las bombas orientales, menos aún encajaba en las hortalizas de fresas cultivadas en Villa Coapa. Apestado, desilusionado, permaneció en silencio, leyendo el Tele Guía en las tumbas, durante el tiempo muerto a la espera de la clase de dibujo: el relax de las nueve de la noche. Sí, se había quedado en la tarde, como en la Técnica; sin embargo, en aquella ocasión, una permuta fatal había desviado el curso natural de su destino. En la prepa también se manejaban las permutas, pero esta vez renunció a modificar el flujo de sus aguas: “…porque cada vez que te alejas, me dejas desangrar,… me desarmas, no, ya no hay más, ya no hay más… has cortado mis brazos, mis piernas y ya no doy más, ya no hay más, ya mi alma se encuentra contigo en otro lugar.”

La prepa era un templo pagano. El centro ceremonial diseñado por el liberalismo mexicano para instruir a los hombres en la fe del progreso y la ciencia. Aldo nunca creyó en el progreso. Seguía secuestrado por el fanatismo religioso y todavía le rendía un culto rayano en la idolatría a su maestra del Pilar. La adoraba por teléfono.
El doce de octubre le llamó desde la Preparatoria. Había intentado en varias casetas que parecían conspirar contra su devoción, pero finalmente, afuera de las oficinas administrativas, el cielo le dio línea. “Felicidades, maestra.” “Gracias por acordarte.”
No se puede saber si la maestra Pilar llegó a extrañarlo. Aldo Pereira representaba un pasaje oscuro en su experiencia magisterial. Ser acosada por un adolescente no podía halagar absolutamente a nadie en sus cabales, pero la maestra había llegado a estimarlo. Se preocupaba por él. El telefonazo en su cumpleaños la conmovió inesperadamente. Nunca un alumno suyo había tenido esa atención. Hacía mucho tiempo que nadie tenía atenciones para con ella. Aldo lastimó su monotonía de una manera leve, pero definitiva: era una cicatriz delicada, pero profunda, apenas un ligero roce volvía a hacerla sangrar. No le cabía en la cabeza que una mujer tan fea, como ella se consideraba, pudiera despertar una pasión de semejantes proporciones. Aldo la veneraba de una manera inadmisible que, sin embargo, la intrigaba. A razón de qué se había enamorado de ella. Si el niño buscaba una madre, como cualquiera colegiría, no le hubiera resultado tan extraño. Después de todo, muchos de sus alumnos la veían como una segunda madre y sabía de buena fuente que la recordaban con cariño; pero Aldo estaba enamorado de ella. Sí, de eso no tenía la menor duda. Aunque nunca entendería el por qué, la maestra sabía que su discípulo se había enamorado de ella perdidamente. Las cartas que le escribió, una de ellas un poema, acusaban un severo enamoramiento infeccioso. Quizá, nadie nunca ha amado con esa intensidad. Aldo Pereira se entregó a cambio de nada porque todavía era una bestia con fe en el amor. La maestra Pilar nunca alcanzaría a comprender cuánto daño le había hecho con su sola presencia en el mundo.
Afortunadamente para él, los paristas lo dispensaban con frecuencia de asistir a lo que ya le representaba una monserga. Desde su ingreso a la prepa, Aldo comenzó a familiarizarse con un hogar menos hostil. El metro de la ciudad de México era un infierno subterráneo repleto de salidas al que la gente descendía, a veces, por su propia voluntad. Aldo se volvió rápidamente uno de sus huéspedes consentidos. Después de dos o tres visitas a los museos universitarios regados por la capital de la República, ya era capaz de atravesar el inframundo sin perderse. Infelizmente, en el metro casi todos los caminos llevan a Pantitlán.
Lo pensó mucho antes de atreverse a emprender ese regreso. La Basílica del Pilar le estaba vedada por herejía. Amaba como hombre a la patrona del santuario; pero un impulso repentino, casi providencial, le sobrevino en la encrucijada de Chabacano. Constitución o Pantitlán. Tomó el camino equivocado.
Con la tarde repleta de nubes rojas llegó a la terminal de Pantitlán. Desdeñó a los microbuseros que prometían acelerar su destino porque quería peregrinar. La senda gris e intimidante le provocaría una leve taquicardia. El cielo una vez más, la gloria de volver a verla. ¡Maestra! Habían pasado apenas unos meses y ya sentía el peso de la eternidad sobre la memoria.
Caminó despacio. Se atragantó de poesía mirando el reflejo del cielo sobre uno de los proverbiales charcos de la colonia Pantitlán. Nitrato de lluvia. Aldo se acercó al templo con esperanzas renovadas cuando la luz del cielo comenzaba a extinguirs. La noche se postró definitivamente sobre sus ojos: una mirada artera hacia el altar le bastó para nublarse la existencia eternamente. La maestra Pilar, piadosa, acariciaba con ternura la calvicie de su marido, quien, de hinojos, como Santiago reencarnado, le besaba las manos y las rodillas con un fervor infinito.
Al día siguiente, Aldo se apersonó en la Técnica. La mañana estaba despejada. Soplaba un viento casi primaveral, pero el invierno estaba a punto de regresar. Aldo esperó a la maestra en la pequeña escalinata de la escuela. Conocía sus costumbres. Sabía perfectamente que, a esas horas, almorzaba, acompañada de otras compañeras, en una inmunda fonda improvisada frente a la escuela.
La maestra no se sorprendió. En la víspera habían pactado el encuentro por teléfono. Aprovecharían la hora libre de la maestra para platicar sobre un asunto que, según Aldo Pereira, no lo dejaba en paz con su conciencia. No se esperaba que otras maestras estuvieran presentes durante la cita. Pronto, la maestra comprendió que su discípulo se encontraba incómodo entre la cháchara de sus compañeras. Seguramente quería decirle algo importante.
-Voy a encaminar a este niño, muchachas.
-¡Hasta luego, maestras!
-¡¡Hasta luego!!

-A ver, ahora sí. Qué te pasa. Qué es lo que me quieres decir.
Aldo estaba muy triste. Ni siquiera la sonrisa de la maestra podía romper el bacará de su tristeza. La maestra Pilar se notaba realmente contenta de volver a verlo. A pesar de todo lo que había ocurrido, en el fondo seguían siendo un par de amigos cordiales. Eso era suficiente para complacerla.
-¿Qué te pasa, Aldo? ¡Mira qué cara tienes! Te pareces a Taz. ¿Ya viste?- la maestra señaló, divertida, la caricatura en la sudadera de Pereira.
-¿Se acuerda de todo lo que le dije?... Pues era mentira.
La maestra se desconcertó. No era furia lo que salió primero de sus ojos, sino incertidumbre, zozobra, confusión. ¿A qué se refería con eso? Inmediatamente después de esa duda, una iluminación le descompuso el semblante.
-¡Ay, niño! ¿Y tú piensas que yo te creí?- le reviró, antes de regresar a la sala de maestros sin despedirse de él.
Aldo caminó solo hacia la salida. Estaba apenado, arrepentido, avergonzado. Y triste. Ya lo habitaba una tristeza que no lo abandonaría nunca más.

No me imaginé que reaccionaría de esa manera. Ni yo mismo me di cuenta de lo que estaba diciendo. Ahora comprendo que fue una tontería, un berrinche, un capricho más. Me costó muy caro. He querido desesperadamente disculparme con usted y aclarar esta situación, pero usted se ha negado con la misma intensidad. Entiendo que se haya cansado de colgarme el teléfono. Lo que no puedo creer es que haya cambiado su número por mi culpa. Le juro que ni yo mismo sé en qué me he convertido. Han pasado muchos años desde entonces y no me resigno a que usted piense lo peor de mí. Me gustaría que nos sentáramos a platicar un momento, pero tal vez sea demasiado pedirle que me conceda los minutos desperdiciados aquella mañana. Creo que ya no importa si la quiero o si la quise alguna vez. Sólo quisiera despedirme de usted como se lo merece nuestra historia. Aunque pensándolo bien, quizá la escena en el patio de la escuela sea la rúbrica perfecta para esa carta de amor que comenzó cuando leí por primera vez su nombre en el pizarrón. Si me atrevo a enviarle esta posdata es por pura necesidad. Se me sale de las manos. Ya sé, tendría que estar comiéndome el mundo y olvidar mis fantasías adolescentes, pero no puedo. No me veo en el porvenir. No me veo. ¿Sabe por qué? Porque la extraño. Extraño lo que fuimos ayer. Cuando terminé la secundaria, se acabó el mundo. La biología supone que soy muy joven todavía, pero se equivoca. Sí, maestra, la única verdad, a diez años de todo aquello, radica simplemente en que ahora usted y yo somos más viejos, tan viejos como el amor.

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