"Me enamoré de la persona ideal..."

Sólo en las grandes ocasiones, las autoridades de la Técnica regaban con refresco las semillas del porvenir. Las fiestas técnicas despedían un tufillo a toquín de barrio que Aldo Pereira juzgaba normal. Después de todo, aunque quisiera darse baños de nobleza, la Técnica no era más que una vil secundaria de gobierno.
Durante las pachangas, trataba de unirse al jolgorio popular, pero su naturaleza rancia y apática lo convertía en un extranjero en medio del vigor gregario de sus compañeros: “¡Puto!, el que no brinque, el que no salte es… ¡Puto!... Amo a matón, matarile al maricón…
Aldo no estaba dispuesto a compartir el júbilo tribal de los vulgares hijos del mecánico. Vigilando a la maestra Pilar desde su ostracismo, se notaba enojado, realmente lleno de frustración. “No querrás que me ponga a bailar contigo”, lo regañó la maestra. Aldo, avergonzado, se fue a sentar en el pasillo de los talleres, bañado por un sol indecente. “Yo quiero besar tu boca, lo anhelo con ansias locas…” Aldo miraba hacia la hornacina donde se refugiaba la virgen, envalentonado por la letra de la canción. La maestra ni lo pelaba. Estaba harta de sus berrinches.
“Por qué Dios te hizo tan bella. Eres pura, eres una estrella. Te amo demasiado, te quiero a mi lado, púrpura de mi alma, agua de mi vida.”
Un par de canciones que sonaron ese día perseguirían la memoria de Aldo Pereira durante años con el único propósito de hacerlo reventar de llanto. Los microbuseros nunca dejarían de ponerlas. Cada vez que las escuchaba, Aldo se sentía ultrajado por la sucia melancolía. Abril era el mes más cruel, sin duda. Además, era un mes fatal en su vida. Ardía en el calendario como una pira de recuerdos con sabor a nitroglicerina.

Acababan de dar las nueve y media. Aldo sabía que la maestra estaba sola. Se salió del salón con las advertencias de Isidro a cuestas: si cometía otra indisciplina, lo echarían de la Técnica. A esas alturas, Aldo ya no se preocupaba por su futuro académico. El amor siempre será más importante que las calificaciones.
La puerta del salón de maestros estaba abierta, esperándolo. Una resolana tibia y silenciosa acompañaba a la maestra Pilar. Mira, se dijo Aldo, hasta horno de microondas tienen. Después de todo no los tratan tan mal. Al fondo, un par de sillones forrados en cuero esperaban su diaria sesión de flatulencias docentes. Aldo se sentó a la mesa donde la maestra Pilar estaba haciendo su tarea. Acto seguido, comenzó a contarle los pormenores de una telenovela que, según él, estaba escribiendo por aquellos días. Se llamaba El Testamento, un nombre lúgubre, según la maestra, ideal para ilustrar los vericuetos de su desquiciada mente.
El título no era todo ni era lo peor. Ella había inspirado uno de los personajes. “¿Ah, sí?” Sí, era una enfermera maligna que asesinaba mediante una inyección de cianuro al hombre que la había amado toda la vida. Ante las truculencias, la maestra solía volverse autista y sólo alcanzó a despedir un ligero aire de desprecio por la anécdota. Aldo Pereira, un melodrama en la edad de la punzada, no dejaba de mirarle las manos, el cuello, los aretes; un beso, si tan siquiera fuera capaz de robarle un solo beso…; pero era un cobarde, lo sería toda su vida, hasta que se le acabara el mundo, hasta que de sus más dulces recuerdos no quedará nada, ni el polvo de sus más siniestras pesadillas, ni una sombra, pálida, sincera, de que alguna vez fue capaz de sentir el amor.

Aldo Pereira tallaba, furioso, en el lavadero. Alguien había pegado un chicle en su banca. El trasero de su único pantalón escolar yacía embarrado de goma de mascar. No se le quitaría. Acudió a su abuela para que lo salvara. La vieja máquina de coser volvió a funcionar. Los robustos dedos de su abuela recortaron el pedazo afectado y le cosieron un parche de la misma tela. Le indigna recordar con tanta claridad ese día y, al mismo tiempo, no albergar ni la más remota imagen de su última clase de inglés. Seguramente, coincidió con algún partido de la selección en el mundial de Francia.
Era la víspera del fin de cursos cuando Aldo salió nuevamente a la caseta telefónica. La pantalla le solicitó una cifra que, por un momento, temió haber olvidado. Se engañaba, trataba de convencerse a sí mismo de que la maestra Pilar quedaría en el archivo muerto de su agenda sentimental. Sus dedos apretaron los botones con ansiedad. Ella contestaría.
-¿Qué pasó?
-¿Puedo hablar con usted?
-Sí, estoy sola.
-Sólo llamé para despedirme…
Aldo terminó la llamada simple y abruptamente. Se moría de ganas de echarse a correr. Logró contener el llanto hasta la escalera que subía a su departamento en el Canal de Garay. Cuando traspuso la puerta, se estrelló contra los confortables cojines de la sala para berrear como si Dios lo hubiera castigado.
El drama había sido, por lo menos, innecesario. Después de repetirse, una y otra vez, para que sangrara más la herida, que nunca volvería a ver a la maestra, al día siguiente, la virgen que lo había forjado posaba para su memoria con un vestido azul de falda larga. Había llovido.
Luego, tuvo lugar la aparición postrera, inesperada. Aldo Pereira se había sentado sobre el escritorio donde tantas veces la amó. Ya no esperaba nada de la vida cuando ocurrió el milagro: la maestra salió de la biblioteca en el edificio de enfrente y se despidió de Aldo como de un barco que zarpa hacia un destino mejor. Aldo Pereira volvió a creer en la poesía. Quiso ver en la espontánea despedida de la maestra uno de los momentos más importantes de su vida, pero él mismo volvió a prenderle fuego a ese amor calcinado. Siguió la ruta de la maestra con la mirada. Estaba seguro de que, ahora sí, no la vería nunca más. Quiso retenerla unos segundos. No lo hubiera hecho. Pudo haberse quedado a vivir en un sueño, triste, pero sueño al fin, y, sin embargo, decidió mudarse a su peor pesadilla: la maestra lo miraría, ya desde el patio, y le haría una seña; el signo redundó en desastre.
Al mediodía, mientras se dirigían a la iglesia, Aldo y su abuela no hablaron mucho. Íbamos a misa para dar gracias por haber salido con bien de la Técnica. Aldo, a diferencia del resto, no tenía nada que agradecer. Cuando agarró a puntapiés una piedra de regreso a la casa ya sentía que se había perdido a sí mismo. La piedra era el espejo donde se había extraviado para siempre.
Por eso, ante el discurso sentimental declamado por la maestra en el teléfono, “Somos aves de paso”, Aldo Pereira ya no fue capaz de llorar. Consideró muy poca cosa la retórica del olvido con la que la maestra pretendió rubricar su despedida. Unas semanas antes, la solicitud de una llamada por parte de la maestra le hubiera resultado un remanso, pero después de la tormenta, ante la inminencia del adiós definitivo, su oratoria ya no era capaz de conmover a un alma en pena. Aldo necesitaba algo más que unas golondrinas. Todavía se creía digno de ser amado.

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