XII


Bárbara Beltrán suele llegar retrasada a las funciones de teatro. La presencia de su actor favorito en la puesta en escena no garantizaba de ninguna manera que la señorita fuera a ser puntual esta vez. Aldo Pereira se molestó muchísimo cuando esa pelirroja de gruesos tacones le pisó los callos y le obstruyó la visibilidad durante segundos preciosos para la comprensión de la obra. El joven profesor, crítico, novelista y dramaturgo, le dirirgió una mirada de odio recalcitrante a la cínica desvergonzada que llegaba tarde a todas partes, sin que ésta se diera por aludida.

Al final, los aplausos y los gritos de Bárbara Beltrán silenciaron el entusiasmo de algunos y avergonzaron hasta el sonrojo a otros, como Pereira, que se complacían con cierta frecuencia de padecer estoicamente el rubor y el pudor intelectual del que carecía cierta especie de exhibicionistas consuetudinarios.

Sin embargo, Aldo, como Bárbara, admiraba a Daniel Giménez Cacho y, a la salida del teatro, fueron los únicos que se quedaron a esperarlo esa noche, junto con las ratas de la prensa de espectáculos. Ambos, Aldo y Bárbara, deseaban una fotografía, y habían adivinado las negras intenciones en los ojos del rival. Sabían de antemano que era perfectamente probable que Daniel sólo concediera una de las fotografías solicitadas. Se haría preciso entonces eliminar al oponente, anticiparse a sus actos de alguna manera. En esas estaban cuando, puntualmente, Daniel Giménez Cacho apareció rodeado de una frugal comitiva que se azoró ante el advenimiento frenético de dos avalanchas homicidas. Aldo Pereira ganó la competencia en pleno uso de su larga zancada, y olvidando en la noche de los tiempos toda huella de caballerosidad.

-¿Nos tomas una foto?.- le sugirió Aldo a Bárbara en un tono de conversación con la servidumbre.

-¡Claro!.- respondió con bonhomía, la noble y risueña pelirroja, quien, después de cumplir la orden de su interlocutor, fotografiando a la pareja de varones con la miserable cámara del celular de Pereira, sacó un iphone 4G, de reciente cuño, donde los megapixeles hacían maravillas, a pesar de la poca luz.

-¿Nos tomarías una a nosostros?

Aldo asintió sin un asomo de inferioridad ante la supercámara de su contrincante, aprendió de inmediato la sencilla técnica para capturar imágenes en ese invento del hombre blanco al que su bolsillo todavía no había tenido acceso y, cuando hubo fotografiado a la pelirroja con su ídolo, se apresuró, abusando ostensiblemente de la confianza de ambos, a fotografiarse, un vez más, con el actor, quien, para nada fastidiado, le terminó estrechando la mano como si se tratara de un viejo amigo.

-Perdón, pero no podía desaprovechar la oportunidad.- dijo Pereira.

-Está muy bien.- respondió Barbarella.- pero no veo por qué querría yo una foto tuya en mi teléfono celular.

-¡No seas mala! Avísame cuando las imprimas. Te la pago. Dame tu correo o tu cel. Soy una persona de confianza.

-¡Sí, cómo no! Es la primera vez que te veo en mi vida, pero a leguas se nota que no eres más que un gandalla en el que no se puede confiar.

Dicho lo anterior, Bárbara apretó el paso para acercarse al remolino de periodistas en el que se encontraba Diego Luna, otro de sus novios.

-¡Diego! ¡Diego! ¡Una foto! ¡Un autógrafo! ¡Por favor!

Diego accedió a regañadientes porque vio en la insistencia eúforica de la pelirroja una buena oportunidad para huir de las fauces de la bestia amarillista.

-Mi padre te manda muchos saludos.- le dijo Bárbara.- A lo mejor te acuerdas de él. Salió contigo en El premio mayor. Se llama Úrsulo Beltrán, pero le dicen Popeye.- Diego estaba a punto de orinarse ahí mismo por la desesperación de verse acorralado, pero, claro, el gran Úrsulo, cómo olvidar ese nombre, cómo olvidar al famoso Popeye.

-¡Ah, cómo no! Dile que le mando muchos saludos.

Bárbara se quedó como iluminada ante la amabilidad del legítimo charolastra, pero, unos segundos después, su semblante se transformó radicalmente ante la pícara sonrisa del insistente Aldo Pereira.

-Entonces, ¿qué? ¿Nos ponemos de acuerdo? Siquiera dame tu perfil de feis y ahí la cuelgas...

-¡No! ¡Aléjate de mí! Si no me dejas de molestar, te denuncio.

Acto seguido, Bárbara Beltrán huyó despavorida de las puertas del teatro y paró un taxi en mitad de la avenida, como un asaltante de procedencia cinematográfica. Agitada, recobrando a duras penas el ritmo normal de su respiración, le indicó su destino al chofer y se recostó en el asiento de cuero.

El teléfono timbró ensordecedoramente. Bárbara reaccionó con un simple vistazo a la pantalla. Era su padre, otra vez, pero no le contestaría. Estaba hasta el copete de sus llamadas continuas, de su sobreprotección tan del siglo pasado. El ocio abúlico en el que lo había postrado su dichosa enfermedad no justificaba de ninguna forma esa intromisión psicótica en el tiempo libre de Barbarita, como predeciblemente le gustaba llamarla. Ya estaba bastante grandecita para que la anduviera cuidando. Por eso ningún hombre se le podía acercar. Aunque su madre insistiera en que Úrsulo lo hacía por su bien, Bárbara estaba segura de que su estricta vigilancia no tenía más propósito que tratar de evitar, a toda costa, que su niña se metiera entre las patas de la farándula. Úrsulo conocía al dedillo el ambiente, y no les auguraba ningún futuro a la dignidad y la decencia de su retoño entre la canalla de representantes artísticos que a diario salían en busca de carne fresca.

El propio Úrsulo había visto caer a muchas inocentes en las garras de cerdos degenerados como él mismo, quien, amparado en los papeluchos que obtenía en las producciones de Emilio Larrosa, seducía incautas con la promesa del estrellato. Popeye aún recordaba las lágrimas de aquella desgraciada infeliz que se había practicado un legrado con su patrocinio bajo la argucia infame de que a la infanticida le esperaba con los brazos abiertos un papel protagónico en Televisa. No, Úrsulo Beltrán jamás permitiría que la pureza de su única hija se viera ultrajada de esa manera. ¡Comería piedras, si fuera preciso, se ahogaría en la mediocridad del sueldo de su esposa, todo, antes de de corromper el alma delicada y sensible de su Barbarita!

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