VIII

Te mandé por error uno de los ejercicios que presenté en el dichoso diplomado del Claustro. Perdóname. No pienses que esos personajes aluden en modo alguno a tu vergonzosa vida sentimental. Simplemente, las coincidencias existen. Ciertos nombres raros, como el de Artemisa, por ejemplo, pueden y de hecho son mucho más comunes de lo que nosotros, mortales henchidos de ignorancia, somos capaces de creer. De cualquier forma, no seguiré adelante, por ahora, con esa historia bochornosa de pasiones sin control. He huído del Claustro de Lesbianas bajo la perfecta coartada de la discriminación. Alegué que las manfloras citadas me discriminaban por mis preferencias heteroflexibles, que me habían humillado en público exhibiéndome como un fenómeno contra su natura. Además, antepuse la dignidad humana, mi dignidad humana, a cualquier otro afán, ya fuera meramente artístico o de vil y pestilente lucro, al renunciar a ese diplomado de serpientes donde se comieron vivos aquellos breves textos que apenas empezaban a nacer. Maldije, y esto es cierto, a Maravilla, por haberme introducido en ese paraíso de la iniquidad y de la desvergüenza intelectual. La literatura femenina ya podía irse al carajo desde siempre, pero ahora con más razón. Odio su precariedad, su bajo rasero ante la condición humana. Para ellas sólo existe una verdad y, francamente, prefiero a los mercaderes de ilusiones, a los que expenden el amor como una baratija, sin desgarrarse las vestiduras por cuestiones de género.

Me he quedado solo, Pipuchis, ¿te das cuenta? ¿Alcanzas a darte cuenta de lo que eso significa desde la miopía ideológica en la que te encuentras? No tengo becas, no tengo trabajo, no tengo amantes. Todo lo que estructuraba rígidamente mi paso por este mundo se ha venido abajo de la manera más irrisoria. Los castillos que finqué en el aire ahora se pitorrean de su creador. Ya no tengo ningún consuelo. Ni siquiera me quedas tú, para llorar en tu vientre, perdón, en tu hombro, como en los viejos días estudiantiles. Me veré obligado a mendigarle hogar a Guadalupe, con todo lo que tiene de afrentosa para mí esa clase de mendicidad. No, no me lo digas. Ya sé que la familia siempre te da la mano en los momentos difíciles, pero yo no volveré al Canal de Garay. No podría. Sería, más que una claudicación, un regreso a los apretados infiernos. No quiero una familia en este momento, menos a la mía. Sé que he caído en una depresión profunda. Como poco. Como mal. Siento que mi vida se precipita hacia un abismo plutónico donde ni las cucarachas tienen posibilidades reales de sobrevivir.

Las telenovelas no son esa fuente inagotable de ingresos de la que me hablaba a mí mismo. Mimí Bechelani lo supo mejor que nadie. Luego de algunos libretos pergeñados durante la década de los sesenta prácticamente fue relegada a la escritura confesional. Decepcionada del Telesistema Mexicano se enclaustró en una casa cerca del río de la Piedad para terminar de escribir sus inútiles memorias. Siempre se preguntó si acaso a alguien le interesaría la imbécil biografía de una pobre mujer destinada a hacer tanto el amor como la literatura "por encargo". Mimí fue feliz por obligación, lo reconoció al final de su vida. No sé si lo reconoció ella o esa extraña voz de su conciencia que se entrometió en sus legajos de papel. Víctima de una maldición olímpica, concibió horizontes a los que su cuerpo, pero sobre todo su mente y su espíritu, jamás serían capaces de llegar. Vislumbró una intimidad promisoria desde las catacumbas del matrimonio, avizoró la gloria literaria desde la defenestrada industria de la melcocha serial. No estaba preparada para tan duro golpe de los dioses. Creyó, porque así se lo hizo creer, que su infancia ennegrecida se vería recompensada con una madurez cromática; pero pronto se dio cuenta de que su naturaleza, la naturaleza del hombre, era la de un albergue de esperanzas desahuciadas, que nunca verían más que su propio fin.

Ahora, desde el rincón de una cantina en Coyoacan, (no sé qué demonios hago aquí, me largo en este instante), te escribo en mi triste y desvencijada macbook. Parece que ella también tiene flojera de vivir. En el Spleen de París, Baudelaire debió haber considerado las múltiples ocasiones en que los hombres perdemos la esperanza por culpa de una mujer; en mi caso, por culpa de "unas" mujeres. Quizá te parezca innecesaria esta analogía, pero me vale madre lo que pienses. Me siento, justo ahora, como Andrés Manuel cuando la mafia nos robó la presidencia, como Calderón cuando perdió la guerra, como el Chapo, cuando lo arriesgó todo por las nalgas de una vieja: infeliz, desilusionado, hasta la madre de este mundo sin compasión. No sé por qué, pero sospecho que sólo tú puedes salvarnos. ¡Oh, Mesías redentor, regresa a consolar a los tristes, tus tristes, dales agua a los sedientos, tus sedientos, vuelve a engañar a los que desean ser engañados!

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