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En su viaje orgánico hacia los libros de Historia, Pompis Osorio se permitió una escala: Aldo Pereira, su querido primo, vivía otra vez en esa pocilga maloliente de la colonia nombrada en honor del Escuadrón 201. No lo encontró como esperaba: derruido, en fachas, con pantuflas y una mantita enredada en su viscoso sufrimiento. Por lo visto, sus endechas cibernéticas sólo eran exageraciones, una más de las mentiras a las que era tan adicto.

Aldo Pereira recibió a su primo en la covacha indigesta a la que lo había confinado el supuesto amor de Guadalupe, ataviado con un pantalón de lino que había sobrevivido a su debacle financiera y unos guaraches que se había comprado en el tianguis para atemperar los estragos del calor.

-Me gusta tu guayabera.- le insinuó de inmediato Pompis, tratando de llevar la conversación hacia El Tabasqueño.

-¿Sí? Es exactamente como las que usa el presidente. Las compramos en la misma tienda.

-¿El presidente? ¿Cuál presidente?.- se preguntó y le preguntó Pompis, confundido todavía por el escándalo del 2006.

-El presidente, Pipuchis, el presidente. Pues, ¿cuál va a ser? Pero, ¿cómo estás? ¿Qué? ¿No me vas a dar un abrazo?

-No, no vengo a darte cariño. Vengo a pelearme contigo.- le respondió Pompis, estrechándolo con sus brazos fuertes y mordisqueables.

-¡Hace tanto que no nos veíamos!.- suspiró Pereira, en un acto de nostalgia anticonstitucional.

-Ni tanto.- le amargó Pompis la nostalgia. - Nos vimos en diciembre...

-Sí, es cierto. Pero las navidades son una época en la que mi espíritu hiberna. Aquél que te dio el abrazo el 24 no era realmente yo. Era un zombie.

-Siempre has sido una especie de zombie,... y no empieces con tus payasadas. ¡Te creí devastado! No les haces justicia a tus depresiones literarias.

Aldo Pereira desarrolló la patente de lo que quiso ser una sonrisa, pero era un fracaso. No podía ocultar que en el fondo algo le dolía. Pompis sabía que su primo nunca más volvería a llorar en público, pero temió, por un instante, que aquella promesa se fuera a romper ante las hostilidades del momento. Aldo siguió guardando silencio. Debía someter a un riguroso examen cada una de las frases que diría a continuación. No se podía permitir a sí mismo perder hasta la pose.

-¿Ya no me tienes confianza?.- le preguntó Pompis, en una perversa ofensiva para derramar sus lágrimas.

-Tengo miedo. No sé qué hacer. Por primera vez en mi vida no estoy seguro de la decisión que debo tomar. Me asusta el trabajo burocrático. Temo secarme y desaparecer para siempre de la faz literaria. Por otro lado, la entrada a la mafia de las telenovelas es tan misteriosa como el escondite del Santo Grial. ¿Quiénes son ellos? Nombres van, nombres vienen... Fui un ingenuo al creer que Maravilla tenía relaciones en Televisa. Era de esperarse. Sus amistades se reducen a comadres del vecino del tío de uno de los ejecutivos de la empresa. ¡Se reducen a nadie! No puedo creer que me esté pasando esto a mí, que estaba tan seguro de todo lo que quería.

-¿De verdad te gustaría trabajar en Televisa?

-Ya sé que tú los odias. Así que no tomaré en cuenta tu opinión al respecto. Tu militancia te ciega.

-¿Cuál militancia? Estoy hablando en serio.

-Siempre he creído que ese es mi destino. Tú lo sabes.

-Que tu destino es escribir, pero no necesariamente para Televisa. Sinceramente no creo que puedas desarrollarte en la televisión. Son muy exigentes. Implica una severa renunciación. ¿Cuántas escenas debes reescribir y reescribir al día? ¿Quieres convertirte en un autómata? ¿O quieres ser un escritor?

-Quiero vivir de lo que escribo. Ésa es la única manera que conozco.

-¿Qué hay de las clases? ¿No te gustó la experiencia del magisterio?

-No me malentiendas, pero la docencia apesta.

-O sea que prefieres encerrarte a escribir tonterías, antes de lidiar con la ignorancia de los otros.

Aldo Pereira se sentó a reír, una vez más, en el sofá que prácticamente ocupaba toda su "recámara". Recordó una de sus clases en la facultad, cuando sustituyó, todo un semestre, a Maravilla Rivas Cacho en su curso de literatura mexicana. Lizardi era el tema. Pereira lo había planteado desde un acercamiento personal: la mitología del güevón. Una de sus alumnas, poco agraciada, le reprochó la simplificación de "una poética tan compleja" como la del Pensador. Ella había tomado un curso anteriormente, en el que la maestra había analizado la figura del catrín, en Don Catrín de la Fachenda, en oposición al pícaro de la tradición española. Pereira perdió la paciencia. Él no estaba ahí para solucionarle la lecturas a nadie. Era su interpretación y, si no le gustaba, podía irse perfectamente al carajo. Él sólo percibía un sueldo simbólico por ese trabajo y, por lo tanto, su presencia en el aula no obedecía a vulgares necesidades económicas, ni a su vocación de sacrificio en aras de las juventudes de vanguardia. Aldo estaba ahí "porque amaba la literatura" y ninguna señorita de dudosa procedencia le iba a leer la cartilla enfrente de su grupo. La discusión le costó un reporte a Aldo y el hecho de que Maravilla no pudiera proponerlo de nuevo como ayudante. La alumna incómoda estaba muy bien relacionada en la dirección.

-¿Morelos sigue siendo director?

-Todavía le queda un año al desgraciado, pero no quiero ahondar más en esa historia.

Pereira había dejado sus papeles en diversas instituciones educativas, incluyendo la propia UNAM, y presentado exámenes sin recibir aún respuesta. En ese tiempo muerto, se dedicaría al rescate de la escritora de telenovelas de que le había hablado. Mimí Bechelani, la autora de Teresa.

-Recuerdo tu fascinación por esa película y por esa actriz.

Aldo se dirigió al pequeño buró en donde guardaba sus efectos personales. Había comprado una copia pirata de Teresa en el paradero del metro Taxqueña.

-¿Todavía andas en metro?

-Claro, ¿qué creías? ¿que soy un potentado? No eres el único al que le gustan los baños de pueblo.

-Pues ahora te va a tocar todos los días.

-Ni me lo recuerdes. Hay días en que no me alcanza ni para el levantaméndigos.

-Horacio te había propuesto trabajar en las pejeprepas, ¿no?

-Dizque anda viendo eso.- dijo Aldo con una mueca de repugnancia. Aunque, pensándolo bien, prefiero la muerte. ¡Ash, es un relajo! ¡Ya estoy harto!

-¿Por qué no aplicas para la maestría?

-No lo sé. No estoy seguro. ¿No te acuerdas de que Morelos decía que la maestría en letras mexicanas era bazofia?

-Pues hazla en la veracruzana. Voy a andar por Xalapa la próxima semana. ¿No quieres que te investigue?

Aldo Pereira se concibió a sí mismo como habitante de Xalapa, trabajando en cualquier cosa mientras estudiaba la maestría, y escribiendo en sus tiempos libres. Podía ser una opción, pero no era del todo halagüeña. Aldo creía que había nacido para ser libre y el mundo académico exigía un nivel de atención y concentración en el que jamás se sentiría a gusto. Extrañaría para siempre el paraíso mental que representaba vivir la vida bajo la égida del irresponsable, como el Periquillo Sarniento. ¿Qué más daba? Finalmente, no sería el único escritor que se hubiera muerto de hambre antes de su consagración.

-Oye, y... a todo esto. ¿Qué se supone que vas a hacer en Xalapa?

-Estaremos ahí de paso rumbo a un congreso en Villahermosa.

-¿Congreso de qué?

-No puedo decírtelo abiertamente. Es muy peligroso, muy serio.

-¡Ay, por favor! Nada de lo que nosotros hacemos es en serio. Así que dime.

-Está bien. Te lo voy a decir. Pero, ¡júrame que no se lo dirás a nadie!... ¡Formo parte de la Liga Jacobina!

Aldo Pereira se retorcía de la risa, mientras Pompis miraba hacia la posteridad con el abismo de sus ojos negros.

-¡Ay, no mames! Ahora sí me hiciste reír. ¿En qué clase de superhéroe te convertiste? ¿Un superhéroe ilustrado? JAJAJAJAJAJA

Pompis Osorio volvió en sí para reír también. Después de todo, el exterminio de la religión católica, y de sus feligreses, no era una cosa como para ponerse a llorar.



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