Teresa: la pesadilla de las amas de casa

I
Corrían los venturosos años cincuenta. México se creía moderno y en paz, pero Teresa caminaba entre nosotros, como un síndrome, como un fantasma proveniente del futuro. Mimí Bechelani se había levantado una mañana, agitada, a matar a golpes a su despertador. Teresa había invadido por fin su sueño. El sonido del reloj había impedido, sin embargo, que pudiera asirla como era su deseo. Intentó volverse a dormir, pero el olor de ese hombre a su lado era tan desagradable, tan extraño, que le resultaba simplemente imposible reconciliarse otra vez con ese sueño perverso donde una mujer más joven deambulaba sola por un parque incierto, ocupado por carruseles y columpios de dudosa procedencia. Mimí sabía que tenía que levantarse a preparar una especie de desayuno. Si quería que su matrimonio siguiera viento en popa, debía de abandonar la cama a la voz de ya, pero quizá el problema era justamente ese. ¿Quería que su matrimonio siguiera erguido? Un nuevo e inesperado sopor le ahorró el trabajo de responderse.
No, no quería volver a encontrarse frente a la máquina de escribir sin una imagen precisa de Teresa. Dominaba su geografía interior, pero el rostro de esa mujer maligna se le negaba del todo. Cualquiera supondría que la fisonomía del personaje era lo de menos después de haber conquistado todos los rincones de su psicología, pero Mimí consideraba de suprema importancia el dominio de los rasgos exteriores de su protagonista. ¡Demonios! ¡Había estado a punto de revelarsele en el sueño! Nunca más volvería a usar el despertador.
En el departamento de arriba los niños no dejaban de correr. No era tan difícil concentrarse para una mujer disciplinada como ella. ¿A quién quieres engañar? se preguntó a sí misma. Tienes ganas de destripar a esas criaturas. ¡Anda, hazlo! Tal vez eso te libere. Condujo sus pasos hacia las zapatillas. Una mujer decente no podía salir de su casa sin el calzado adecuado. Exhibirse en zandalias era como pasear desnuda por la calle. Una provocación innecesaria. Mimí pisó fuerte de camino a la puerta de los vecinos. Le gustaba el sonido de sus zapatillas en los escalones del edificio. Le daba una sensación de autoridad que pocas veces experimentaba. Sí, sólo la escritura era capaz de ofrecerle una sensación similar, la conciencia de sí misma, de su poder. Su sombra, de pronto, se le reveló como la de otra mujer, más joven, poderosa, dueña de su destino, libre.
No supo cómo llegó hasta el espejo, pero ya estaba ahí sin ninguna intención de moverse. Teresa estaba al otro lado del azogue. Su sonrisa maléfica y sobreactuada se apoderaba de ella como si del demonio se tratara. Entonces, eras tú. Has sido tú todo este tiempo. Mimí nunca había escrito en zapatillas. Siempre había necesitado los pies desnudos para sentarse a redactar. Esa mañana era distinta. En realidad, Mimí se había quedado atrapada en el espejo, mientras Teresa se disponía a escribir los pormenores de su autobiografía.

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