III
Cuando tuviste que abandonar ese patio inmenso, lleno de flores y árboles de durazno, supiste que había muerto tu padre. Cuando tu madre comenzó a ser asediada por un tío extremadamente cariñoso, supiste que estaban solas en el mundo. Cuando ese hombre sucio y ponzoñoso te manoseaba sin tu consentimiento, supiste que eras una huérfana más, condenada a la grisura, a la inexistencia espiritual. Empezaste a entenderlo, quiero decir. No era tiempo de lamentar tu suerte. No tuviste un remanso para lamerte las heridas. Tu madre intentó protegerte bajo la égida del arte. Tomaste clases de ballet, piano y declamación. Pronto, tu voz se convirtió en un prodigio que corría de boca en boca. No eras una mezzosoprano de ensueño, no. Eras simplemente una niña con voz de mujer, una voz ronca pero aterciopelada, viciada del engolamiento de moda. Nada más. Ese era tu defecto: estar demasiado a la moda. Si hubieras cavado más profundo, si la literatura no hubiera sido sólo un pasatiempo, si tu padre no hubiera muerto así, tan de repente... Tuviste que moverte con la corriente. Una mujer sola no puede, además, ir a contracorriente, ser revolucionaria, contestataria. Te hubiera encantado ser una mujer rebelde, hubieras adorado ser, por lo menos, una vampiresa como María Félix en La mujer sin alma, tu película favorita desde que la viste en el cine Colonial. Habías entrado clandestinamente porque era sólo para mayores de edad. Tú eras todavía una tierna adolescente, demasiado ingenua para sospechar que todo México era como tu tío, corrupto, vil, timador. Lo único bueno que sacaste de esa relación equívoca con tu primer hombre fue esa noche en la pantalla cinematográfica. Teresa, la protagonista, te impresionó de un modo sobrehumano. Aquella no era una mujer, era un mito encarnado, aterrizado en la ciudad de tus pesadillas. Tuviste miedo de tu reacción al levantarte de la butaca. Deseabas ardorosamente integrarte a las filas de devoradoras, pero el decoro exigía volver temprano a casa, a ser gozada por esa bestia de aliento infernal. Teresa se convirtió en una obsesión para tu mente martirizada por el pecado diario de "amar" a tu tío. A diferencia de ti, Teresa era la que usaba a su tío para salir de la miseria en la que se encontraba, para dejar de una vez por todas la fábrica donde todos los días se fregaba los pulmones. Teresa tenía el poder del que tú carecías. Esa película había llegado tarde a tu vida. O más bien, el sexo de tu tío había llegado demasiado temprano a tu intimidad de niña. Era tarde para intentar una revolución en casa. Tu madre no toleraría un disgusto de esas magnitudes. Te lo había entregado todo. Se había sacrificado por tu bienestar. Te había inscrito en la mejor academia de locución para que perfeccionaras tus dotes naturales. El maestro era discípulo de una eminencia teatral como Julio Bracho, quien, además, estaba incursionando con éxito en la dirección cinematográfica. Aquella era la oportunidad de tus sueños. Conocerías a Julio Bracho en persona y quizá, sólo quizá, te ofrecería la posibilidad de entrar en el mundo del espectáculo, la puerta de salida del laberinto familiar. Quisiste besar a tu madre cuando te dio la noticia, pero el decoro ordenaba agradecer con prudencia y buen juicio, retirarse a la cama. El cine te abriría las puertas de la fama, pero sobre todo las de tu nueva vida, lejos de tu tío, lejos de tu madre, lejos de esa infancia llena de ratas en el desván.

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