V

La urbe de hierro era una fiesta. Los americanos habían ganado la Segunda Guerra Mundial. La Estatua de la Libertad esbozaba una ligera sonrisa de triunfo. La misión que se me había encomendado era mucho menos trascendente para el mundo, pero de una inmensa importancia para mí. Junto con mi compañera Enriqueta Añorve acudimos a los estudios de la Metro Goldwyln Meyer en Nueva York para doblar al español una escabrosa película de amor y muerte ambientada en la refriega armada. Enriqueta nunca había visitado la ciudad de los rascacielos. Asombrada en cada esquina donde nos deteníamos, me preguntaba todo el tiempo por los nombres de las calles y los edificios como si yo lo supiera. Había olvidado que cuando nos conocimos le inventé una y mil historias de mis viajes por las principales capitales del mundo conocido. Presa de mis propias mentiras, no pude menos que volver a la carga con otro sinfín de cuentos chinos sobre la fundación de los edificios más altos de aquella ciudad. Sinceramente, fue en ese momento en el que me di cuenta de mi gran facilidad para la fabulación. No estaba acostumbrada a decir mentiras porque en mi casa eso estaba prohibido; sin embargo, en cuanto comencé a rozarme con actores y locutores del cine y la radio emergió en mí una profunda necesidad de ocultar mi verdadera historia o, por lo menos, de maquillarla un poco. Con esto, no quiero de ningún modo decir que mi infancia haya sido desdichada ni mucho menos. A pesar de que la pérdida de mi padre dejó una profunda huella en mi corazón de niña, siempre tuve la fortuna de vivir rodeada de amorosos familiares que me brindaron la oportunidad de disfrutar de una niñez normal, sin grandes sobresaltos, con la placidez propia de la vida cotidiana.
Las únicas emociones de alto voltaje que poblaron mi imaginación infantil me las proporcionaron la literatura de aventuras y las novelas de amor. Debo admitir que mis preferidas eran las historias de piratas porque me dejaban una gran enseñanza. Me mostraba un mundo donde hasta los hombres más perversos tenían un lado flaco y humano. Ese fue mi primer contacto con la maldad del mundo. Pero la literatura también me enseñó que existen las historias de amor y los finales felices. Casi por oposición, obdeciendo a esa rebeldía innata pero reprimida que me era característica, me entretenía imaginando finales alternativos donde las parejas felices se separaban y los amores desgraciados lo eran aún más. Esas fueron mis primeras alteraciones de la verdad de los hechos. Tiempo después, cuando ingresé al curso de actuación con el maestro Julio Bracho, sentí una imperiosa necesidad de cambiar de piel, de modificar mi destino. De ninguna manera es que estuviera a disgusto con la vida que hasta entonces me había tocado en suerte vivir. ¡Ni Dios lo mande! Era sólo que deseaba transformarme a los ojos de los demás, ser otra, pertenecer a otros mundos, evadirme en una realidad alternativa donde nadie supiera bien a bien qué rumbo iba a tomar mi suerte. Ahora comprendo que mi vocación literaria me impelía involuntariamente al juego de la fabulación, a la construcción de ficciones aviesas donde todos los personajes terminaban mal. Seguramente esa necesidad de explorar las maldades de los hombres me viene precisamente de esa infancia dichosa donde la felicidad y los buenos momentos fueron rutinarios. Era la dosis de maldad que todo ser humano requiere.
Enriqueta se quitó los zapatos en cuanto pisamos la alfombra de nuestro cuarto de hotel. La vista no era privilegiada, pero aquello no nos desanimó. De inmediato nos pusimos a proyectar planes para el futuro, próximos viajes de luna de miel con un galán atlético y buen mozo.
-¿Crees que Mario te traería aquí de luna de miel? -me preguntó Enriqueta, un poco acelerada. En el fondo, mi amiga sabía perfectamente la respuesta.
-Tú sabes que él no cuenta con recursos económicos como para hacer un gasto de estas magnitudes. Es un hombre humilde, pero brillante. Por eso lo quiero, porque su inteligencia le abrirá, sin duda, las puertas de una vida mejor. Ha padecido muchas penurias. El destino le debe un porvenir superior. -pronunciaba yo esas palabras convencida de que Mario se graduaría como médico muy pronto y pondría un consultorio elegante donde atendería a todo tipo de personas por igual. Sería el mejor médico del mundo. Sería sólo para mí. La distancia me hace aquilatar el valor de esas ilusiones que me hacía entonces. Nunca pude descifrar el pensamiento de Mario, siempre tan esquivo, tan distante del que yo imaginaba, tan reacio a acomodarse a mis deseos, a complacerme por el simple hecho de ser su esposa. Ahora me doy cuenta de que le fallé, de que no supe adaptarme a su modelo heroico de humanista comprometido con la salud de los mexicanos. No fui una buena esposa, lo reconozco, pero esa vanidad, ese egoísmo que me cegó de joven, lo he pagado con creces en la edad adulta.
Enriqueta entró al baño a cepillarse los dientes. Habíamos cenado de manera exquisita en un restaurante de la calle 43. Atiborradas de papas a la francesa, nos acostamos temprano esa noche porque al otro día la jornada laboral empezaría temprano. Era una cita con la magia del cine. No la podíamos hacer esperar.

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