¿A dónde irán las almas?

He decidido reiniciar el diario de mis actividades cotidianas, sin el afán literario que antes me obsesionaba. Mi propósito actual es resumir pura y duramente la yerma trayectoria vital de un simple desempleado. Debo insistir en que nos soy estrictamente responsable de mi ocio, pero, además, me complace agregar que lo disfruto, aunque con cierta culpa. Seres abominables por muchas razones, a los que no quiero mencionar aquí, han contraído deudas y percances monetarios que pudieron haber evitado. A veces, casi siempre, mi convivio con ellos arroja como secuelas esas culpas de las que no logro liberarme. Es cierto que el trabajo no debe ser un martirio, mucho menos para un haragán como su servidor, que estudió letras con el único fin de justamente no complicarse la existencia, y con la secreta ambición, es urgente confesarlo, de convertirse en un escritor sin muchos adjetivos.
Esta noche sé que quiero ser escritor, como otras, pero desde un mirador incómodo. Lo sé, justo en un momento de mi vida en que parece más difícil conseguirlo: ante la disyuntiva de trabajar o convertirme en una especie de paria social de la más rudimentaria ralea. Las ambiciones que en alguna ocasión me llenaron la cabeza, ahora mismo se alejan con premura. Es necesario renunciar al ocio para alcanzarlas, se me hace indispensable elegir una ruta o prescindir del viaje para siempre. Reconozco que el diagnóstico suena definitivo y fatalista, pero las circunstancias de un hombre en el umbral de su tercera década en el mundo me exigen oprimir un botón, a pesar de que sea el equivocado. Admito que podría ignorar el canto de las sirenas. Me he visto tentado a hacerlo y, de hecho, lo he conseguido durante casi tres años: las presiones, ciertamente blandas, las burlas, notablemente burdas, no han hecho mella en mi organismo como para salir corriendo a buscar empleo. Sin embargo, en las últimas dos semanas he revisitado las mañanas de la ciudad como quien se reconcilia con un viejo y malogrado amor. Este reencuentro me ha convencido de que salir al mundo por primera vez no cavará forzosamente la tumba de mis aspiraciones literarias, aunque implique un riesgo: el de sucumbir a la inopia general y desterrarme hasta el fin de los tiempos de la literatura. Tengo que confiar en mi perseverancia. No me queda de otra que salir a ensuciarme de mundo, sólo así, algún día, sabré de lo que estoy hecho.

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