Tacubaya

El amor era una mentira permanente. Ella lo sabía pero no se acostumbraba. No podía acostumbrarse a la idea. En vano había tratado de encontrar toda su vida el alma gemela en donde se cifraría el equilibrio de todo su universo personal. La realidad era que tenía que adaptarse a este mundo nuevo para ella, un mundo cínico que no le ofrecía nada, un universo despiadado, sin sentimientos, material hasta la ignominia.
No debía llorar públicamente. Sólo una persona tan frágil como ella podía darse el lujo de ponerse a llorar en el metro. Las lágrimas provenían de la intimidad y en ese terreno debían de quedarse. Sin embargo ella había estado enamorada los últimos siete años de su vida y no se sentía capaz de olvidarlos así como así, como si nunca hubieran sucedido, como si ese hombre nunca hubiera existido, como si los hombres y las mujeres no se juntaran un día en el camino y la separación fuera un producto cien por ciento natural. La naturaleza humana le venía guanga a esas alturas. Qué podía ella saber de amor. El amor era un desconocido para las ciencias naturales, una reacción química sin consecuencias ni antecedentes, casi una horrible secreción humana imposible de erradicar del organismo.
Cierto, el amor era una sustancia específica que provocaba malestar en el ser humano cuando le hacía falta, era como el litio, como los estrógenos, como la insulina o el potasio. Tenía que acostumbrarse a vivir sin ella o buscarse un placebo. No sabía realmente por cuál de esas opciones decidirse. Finalmente todo desembocaba en el mismo punto: estaba obligada por el mundo a acostumbrarse a vivir sin amor. No tenía nietos en quienes prodigar todo su amor coagulado. Era una mujer tan solitaria que no tenía ni siquiera sobrinos. Se había alejado de su familia porque pensó que nunca los necesitaría. Si el amor no se hubiera quebrado no se encontraría ahora mismo en esa disyuntiva: recuperar a su familia no entraba gratamente en sus planes; hacía mucho tiempo que se había alejado de ellos y no tenía ánimos para recobrar tantas cosas perdidas. En realidad ya ni siquiera deseaba recobrar el amor. En el fondo, su único deseo se limitaba a evitar ese dolor tan grande que sentía, que la ahogaba ahora mismo y la atormentaba como si se tratara de una condena interminable. Pero terminaría, algún día ya no le dolería. La pregunta que se hacía de manera constante era cuándo, cuándo se va a acabar este dolor, esta sucia melancolía que no la dejaba en paz, esta aguda tristeza que recorría su interior como un fantasma, como un ejército de ocupación sanguinario y cruel.
Dónde había dejado el pudor. Tal vez el amor se lo había llevado consigo. Llorar en el metro como una plañidera, como si el mundo se hubiera acabado por completo, como si ya no le quedaran ni amigos ni sueños, como si su única misión en la vida fuera ser feliz al lado de un hombre. Eso estaba bien para las mujeres del pueblo, educadas en la sumisión y la desidia. Pero ella, una doctora en historia muriendo en vida por el abandono de un hombre, moqueando en el metro como cualquier hija del vecino.
Tal vez eso no estaba pasando. Quiso pensar que aquella imagen reflejada en la ventanilla del tren era sólo una horrible pesadilla de la que despertaría rodeada de blancura, en su cama recién comprada, flamante, la cama de sus sueños que había tardado toda una vida en comprar. Pero no, la pesadilla era demasiado larga, como una mala película francesa. Era una pesadilla interminable como el andar del tren. Le parecía haber dado vueltas durante siglos de Pantitlán a Observatorio y viceversa, una y otra vez, perdida en las entrañas de un monstruo, extraviada para el mundo. Había sido una tontería aventar el celular a una caja de basura. No le sobraba el dinero como para hacer ese tipo de cosas. Era muy raro en ella. Nunca había sido una mujer de arranques intempestivos. Era una mujer de razón. Había sido una irresponsabilidad abandonar el teléfono en la basura no tanto por el costo sino por la lista de contactos donde figuraban personas cuyo número telefónico era preferible no divulgar. Será que así empieza la locura. Una inmersión en las profundidades de uno mismo, una expedición mercenaria hacia los abismos de la pasión incomprendida, desechada, pisoteada por un mundo bárbaro que se carcajeaba en su cara. No podía vivir más tiempo así. Era inútil escapar. Lo necesario era bajarse en Tacubaya y transbordar hacia un nuevo destino.

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