Las muñecas

Me voy a aburrir de lo lindo jugando a las muñecas, pero qué puedo hacer, el mundo espera definiciones claras y yo no estoy dispuesto a concederlas. A dónde nos lleva un mundo que exige respuestas correctas a preguntas sin nombre. Recuerdo años lejanos, solitarios, escondidos en los más oscuros pliegues de la memoria, donde me preguntaba a mí mismo: Qué quieres ser cuando seas grande. En realidad nunca me pregunté tal cosa. De algún modo siempre lo supe, siempre me figuré que mi vida transcurriría así, entre estas cuatro paredes blancas, soñando con lo imposible, viviendo las vidas de otros, a través de los cuerpos de otros, mirando con los ojos de los otros. Esa es mi vida justo ahora. En el desván permanecen aquellas ilusiones perdidas de convertirme en actor. Ahora mismo soy solamente quien escribe los dramas, quien prefigura las escenas consagratorias de los galanes de moda. Y me atormenta porque cuando termine de escribir esta estúpida telenovela nadie me garantiza que tendré trabajo. Me veré obligado a seguir bregando en espera de otra triste oportunidad. Ciertamente debí haber decidido buscar financiamiento por mi cuenta y producir el argumento con mis propias manos, sin esperar ni la venia ni los cheques de una maldita televisora. A qué te conduce esta servidumbre moral en la que te encierras a piedra y lodo durante meses sin recompensa alguna, sin siquiera la satisfacción del deber cumplido. Me han hecho reescribir casi todas las escenas de la historia porque les parecía que era demasiado vulgar, demasiado intelectual, o sea, intelectual yo, no mamen, les dije, los intelectuales me miran por encima del hombro, para ellos no existo, y ahora resulta que mi pecado literario es vender humo académico, exudar mis anacrónicas lecturas en esta mercancía dramática. No puede ser cierto, no puede ser real. Todo el mundo se burla de mí en todos lados. Les parece gracioso y significativo que sea un experto en títulos y productores de telenovelas. Les parece tierno que a veces hasta sepa el nombre de los escritores. Es que ellos no lo saben, me pregunto. Lo saben, por supuesto que lo saben, pero para ellos eso es parte del pasado, es como un vestido viejo que tiras a la basura o le regalas a la sirvienta. En este mundo, increíblemente, el pasado es desechable. Y me parece increíble porque la mayoría de los argumentistas y libretistas ha dedicado su vida a adaptar libros añejos, radionovelas amarillentas donde el pasado siempre repercute en el presente. Ahora lo sé. No escribo una escena para tratar de agradar a la gente, pergeño escenas para complacer casi lúbricamente a un hombre gordito, sentado en el cómodo sillón de su oficina en San Ángel, que cree que sabe lo que le gusta a la gente, al pueblo, como él le llama, a la perrada como la llamaría yo. Me dicen que hay que hacer enojar a las señoras. Aseguran que nuestro objetivo deben ser las entrañas, el hígado, el riñón, los maltratados intestinos de nuestro público. Hay que ilusionarlos y después cortarles la ilusión como si fuera el suministro de agua potable, hacerlos rabiar con la decisión irracional de la protagonista, sacarles mentadas de madre cuando la villana obtenga el secreto que le permitirá destruir la felicidad de la pareja, redactar, una tras otra, escenas donde la servidumbre, coro griego donde los haya, comente las incidencias de la trama. Ya me cansé de escribir escenitas sin sueldo. Debo saltar a las grades ligas, aunque sea por la puerta de servicio.

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