Observatorio

El atildado oficial de policía revisa una y otra vez que nadie se haya quedado sentado dentro de alguno de los vagones. Su uniforme azul marino contrasta con su piel blanca, demasiado blanca a pesar de los estragos del sol. Mucho tiempo había sido policía de un crucero en Chapultepec pero fue degradado por circunstancias desconocidas. Desde hacía algún tiempo sus días transcurrían en las estaciones del metro, vigilando el buen comportamiento de la sociedad subterránea en la ciudad de México. Su turno estaba por concluir, pero le chocaba salir tan temprano del trabajo, sobre todo cuando no tenía sueño, porque inevitablemente se ponía a pensar en tonterías que más le valdría olvidar.
No era un crimen haber matado a ese hombre. Finalmente había sido en defensa propia y, aquí entre nos, se lo merecía, se había ganado cada balazo a lo largo de su crapulesca existencia. Entonces, por qué la comunidad lo había rechazado de esa manera. ¿Quiere eso decir que preferían a aquel criminal carismático que al cuasi héroe de acción que sin duda dándole muerte había salvado decenas de vidas inocentes? Odiaba a la humanidad. Después de esa chingadera podían irse todos perfectamente al carajo. Nunca más expondría el pellejo por nadie, mucho menos por sus abyectos vecinos, esos tarados inverosímiles que le hacían el fuchi en las calles solo porque los había librado de una lacra. Ojalá surgieran muchas más y los mataran a todos. Ni siquiera la viejecita que antes lo saludaba con afecto volvió a dirigirle la palabra desde que asesinó "a sangre fría" al delincuente más buscado de la colonia.
Caminó por esas calles de dios, sin sueño y sin hambre, en secreta espera de que algún día se presentara una oportunidad para poner en práctica su nueva personalidad social. Le andaba por que algún incauto le pidiera ayuda. No veía la hora de que alguna damisela en peligro gritará auxilio desde las criminales manos de un desalmado. Sabía perfectamente lo que haría entonces. Escucharía los gritos durante uno o dos segundos. No reaccionaría según los cánones sino que se regodearía en el sufrimiento de la víctima tratando de adivinar su edad, complexión, color de piel, la vida segada en aras de su venganza contra el género humano. Después, acudiría a la escena del crimen sin la más mínima intención de impedir un asesinato; al contrario, con la esperanza de presenciar con sus propios ojos el descuartizamiento de algún buen cristiano, de preferencia conocido suyo, de preferencia una mujer. Así aprenderían las muy golfas el significado de un héroe en sus vidas. Habían tenido al mejor policía de la ciudad a su servicio y lo habían cambiado por un muerto de hambre. Lo pagarían muy caro.
Nadie había pasado un trapo limpio durante años en su departamento de soltero. Ahora tenía que vivir ahí, en esa pocilga hedionda, porque su ex esposa le había quitado más de la mitad de su sueldo para vivir como una reina mientras él debía conformarse con las migajas. Nunca se había dedicado a la extorsión ni a la mordida pero las circunstancias no le estaban dejando otra salida. El problema era el siguiente: a quién diablos se podía extorsionar en el metro. Sabía de compañeros coludidos con gordas siniestras dispuestas a acusar de acoso sexual al primer idiota que se dejara engatusar por sus encantos, pero él no tenía estómago para irse a michas con semejantes adefesios. Además, cada vez era menos creíble que tiro por viaje algún pobre diablo cayera en manos de la justicia por ese asunto. Las dichosas cámaras de seguridad habían venido a fastidiar hasta eso. Cruzaba los dedos para que su jefe, algún día, se tentara el corazón y lo mandara comisionado a alguna de las avenidas grandes de la territorial, pero no podía hacerse muchas ilusiones porque le traía ojeriza desde que lo habían ascendido. El muy idiota lo veía como un testigo incómodo de su bochornoso pasado como policía de crucero, donde muchas veces había atracado a los transeúntes con solo la placa como arma blanca. En vez de bienquistarse con él, como una manera de cooptarlo, lo había condenado a las mazmorras con la poderosa firma de un memorándum. Así se hacían todas las cosas en México. Más valía ser un delincuente de cuello blanco porque la honestidad era un chistoretazo en el que sólo creían algunos blandos sin huevos para enfrentarse al mundo.
-¿Y ese milagro, mijo? Dichosos los ojos que te miran.
-¿Cómo está, mamacita? Le vine a dar una vuelta ora que salí temprano. ¡Qué bonita se ve así bañadita! No sé por qué le gusta andar toda mugrosa si está usted tan chula.
-Nomás me bañé porque hacía mucho calor. ¿Cómo has estado, mijo? Ayer vinieron tus hermanos. Me trajeron fruta.
-Le hubieran traído dinero.
-No tienen, mijo. No tienen. Están más jodidos que yo.
-Eso le dicen, mamá...
-Y yo les creo, mijo. No me queda de otra que creerles. Son buenos hijos. Me salieron buenos.
-Oiga, ¿no sabe de alguien que me vaya a hacer el aseo al departamento? Es que lo tengo hecho un asco, y como usted ya no está para esos trotes.
-Tengo una amiguita. Te la voy a mandar. Nomás no le vayas a faltar al respeto porque es hija de una amiga mía ya difunta. Me daría mucha pena que me viniera con la queja.
-No sé por qué dice eso, mamá.
-No te hagas que la virgen te habla, mijo. Yo sé muy bien por que te lo digo.
-¡Oh, chinga! Pues si quiere entonces mándeme un hombre, para que no le vengan con chismes.
-Los hombres no saben hacer quehacer, mijo. Además, a quién te voy a mandar. No digas burradas. Amárrate los huevos y ya está. No me des problemas ni te los des a ti mismo. ¿Estamos?
-Sabe qué. Mejor mándemela cuando no esté. Le dejo copia de la llave. Nomás que sea honrada, ¿no?
-No dejes nada de valor, mijito.
-Ay, mamá, no me salga con eso. A dónde quiere que meta mis cosas, ¿al banco?
-Yo no respondo por la niña, mijo. Ya ves que aquí todas son bien raterillas. Ahí está la Meche, hasta mis cazuelas se llevó. El otro día me la encontré en las tortillas y le dije: "¿Qué pasó con mis cazuelas, Meche?" Y qué crees que me contestó. "Ay, doñita, qué buena memoria tiene. Ya hasta me las acabé. Estaban bien buenas, ¿eh?"
-Ay, mamá, cómo cree. Pinche vieja ratera, nomás que me la encuentre. Me la voy a poner pareja.
-No, mijo. No hagas tonterías. Tú nada más buscas pretextos para golpear mujeres. Ya te dije que te metas a boxear. Ahí sí, rómpete el hocico con otros cabrones. Y sirve que bajas esa panza porque ya te estás poniendo bien gordo.
El oficial se miró al espejo y le dio la razón a su madre. Con la pura camiseta blanca encima se veía tan ventrudo que sintió asco de sí mismo y de su pésima alimentación. Dónde había quedado aquel abdomen de alarido, la delicia de solteras, viudas y casadas. También se estaba quedando sin cabello. Su deterioro iba en aumento. Pronto no quedaría nada de él como hombre, y mucho menos como persona. Los niños de la cuadra le hacían burla, le gritaban pelón desde las ventanas. Había correteado a dos mocosos porque le dijeron viejo cascarrabias. ¿Ese era el destino del hombre? ¿Convertirse en la caricatura de sí mismo? Se despidió de su madre sin demasiado afecto. Después de todo no había hecho otra cosa que bajarle la moral, ponerle los puntos sobre las íes, restregarle la ropa sucia en la cara. Era su sana costumbre y no dejaba pasar un día sin practicarla. Por eso tampoco le daban muchas ganas de visitarla a menudo. Pinche viejita ideática. Quién se creía. Como si ella no hubiera andado de puta en toda la colonia. Recordaba aquella borrachera donde su amigo Abdiel, un fiel compañero de parrandas desde la secundaria, le confesó, con lágrimas en los ojos que, sin querer queriendo, se había echado también a su jefecita. Desde entonces no le había vuelto a dirigir la palabra y, a la menor oportunidad, le daría una calentadita por el delito de meterse con su madre. Cuántos más no habrán pasado por sus armas. Chingada vieja, siempre fue bien caliente. Su papá se lo decía a cada rato, cuando la señora se le embarraba en la entrepierna antes de irse a dormir. Claro, ahora se daba baños de pureza, la muy cínica, como si uno no supiera sus cochinadas.
En la esquina de la vinata le sacó la vuelta a unos amigos de la prepa a quienes no le daba ningún gusto volver a ver. Se creían la gran mierda porque habían ido a la universidad. Ni la habían terminado los pinches burros, pero eso sí, nadie les impedía pararse el cuello como universitarios y andar con sus gorritas y sus suéteres de los pumas. Se creían superiores a uno nomás porque leían los periódicos y dizque sabían inglés. Pero eran basura. Y algún día, esa basura, junto con todos los demás, también se la pagarían.

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