Pantitlán

Llegué tarde a mi cita con el destino. Lo lamento. Debí haber sido más perspicaz, más consciente de lo que me estaba jugando. Y sin embargo no he podido olvidar, años después, todo el dolor que se concentraba sólo en mí, toda la angustia que me condujo hacia aquel momento bochornoso, el instante más negro de mi vida.
Era una soleada mañana de marzo, el cielo despejado prometía las delicias aunadas al azul claro, la tibieza del viento, las jacarandas en flor, las macetas recién regadas, ese olor tan peculiar de la tierra mojada. Nada aparentemente podría empañar aquella imagen idílica del amanecer.
Sin embargo, por instrucciones de mi avieso jefe, un gordito siniestro por donde se le mire, me vi en la engorrosa obligación de utilizar el metro como medio de transporte. Dios mío, ojalá que nunca a nadie se le hubiera ocurrido semejante invento. Ríos de gente corrían en los alrededores como una turba sangrienta, expulsada a gritos estentóreos por una horda igualmente aborrecible de autobuses y camiones sucios, malolientes, descuidados, mal estacionados, llenos de polvo, de lodo, de mugre, de humanos. De pronto me di cuenta, casi sin querer, de que efectivamente, aunque todos mis sistemas de defensa me lo negaran hasta el hartazgo, la realidad era una y terrible: vivía en la ciudad de México, pero no en cualquier parte de la ciudad, vivía cerca, demasiado cerca, tan cerca que era casi inconcebible, de la estación del metro Pantitlán.
La dulce ilusión, alimentada por mi cerebro enfermo durante años, de que yo vivía en alguna otra gran urbe, en una metrópoli del primer mundo, se hizo añicos en el instante mismo en que abandoné la puerta de mi casa. Detrás de toda ese solariega paz que había construido con años de esfuerzo y evasión, ardía sin que yo lo supiera, sin que quisiera darme por enterado, un infierno urbano al que ahora por caprichosos azares del destino me vería obligado a descender, perdiendo, como diría el clásico, automáticamente toda esperanza.
No era que nos dividieran en corrales como reses ni que el nauseabundo perfume de la clase obrera me quemara la garganta, lo que realmente me molestaba era la obligación de viajar hombro a hombro con personas del mismo sexo. Me sentía incómodo rodeado de señores hediondos, desnudo entre la multitud de rostros pétreos, incapaces de siquiera escupir un miserable buenos días. Tan acostumbrado como estaba al trato femenino, a la delicadeza de las formas y de las circunstancias, ahora me veía sometido a un severo régimen de halitosis para el que no estaba del todo preparado. Con envidia miraba hacia el corral de las señoras donde la cortesía circulaba como moneda corriente, mientras acá, entre hombres, la brusquedad y la indolencia sentaban sus reales.
Hacía tantos años que no salía a la calle, que no me había visto en la penosa necesidad de codearme, literalmente, con los más peculiares especímenes de nuestra raza. ¡Cómo había cambiado todo durante este tiempo! Los jóvenes ya no lo éramos más. Habíamos sido sustituidos por una siniestra generación de malvivientes conectados mediante sus dispositivos electrónicos a un mundo depauperado y cruel donde el ser humano ya no se diferenciaba de una mercancía. Tanta ruindad me decepcionó. Creí que la tecnología había ennoblecido al mundo. En mis años de estudiante, cuando avizorábamos el futuro desde nuestra atalaya soñadora pensábamos que los avances de la ciencia transformarían a la humanidad de un modo distinto. La realidad era terriblemente aplastante. El desarrollo de la comunicación había, paradójicamente, anulado cualquier tipo de contacto con el otro. Al tender puentes entre naciones, con la abolición de las distancias, lo único que habíamos conseguido los genios de la computación era destruir cualquier posibilidad de empatía con el vecino más próximo. Por qué un joven de la nueva ola habría de conformarse con la sosa convivencia familiar o el cotorreo aséptico con los vecinos de la cuadra, qué de interesante podría encontrar en una vacía conversación con el compañero de viaje, si podía comunicarse en tiempo real con las personas a quienes verdaderamente consideraba importantes en su vida, con otros seres humanos que, al igual que él, se aislaban del espacio inmediato en aras del bienestar absoluto.
Era triste el destino de los hombres, sólo entonces me había dado cuenta de ello. Como por arte de magia dejé de sentirme orgulloso de mis computadoras personales, de mi casa amurallada mediante un sistema de alarmas infalible, de mi pequeño mundo perfecto desde donde yo creía que todo esto marchaba bien. Recuerdo mis participaciones en foros de discusión donde la gente pesimista criticaba la idea del progreso, donde criaturas de diferentes tierras alegaban una preocupante deshumanización de la sociedad; y yo pensaba, qué tienen en la cabeza, cómo es posible que hablen así de la ciencia, nunca habíamos sido mas humanos que ahora, hemos vencido al espacio, ahora solo nos falta vencer al tiempo y, con él, a la muerte. Fui un ingenuo al tacharlos de ingratos. Claro, ellos salían al mundo todos los días, se habían dado cuenta de una realidad que mis ojos tardaron lustros en descubrir. Montado en mi bicicleta fija llegué a imaginar un mundo utópico, para nada parecido a ese horror que estaba viviendo ahí, atrapado en las fauces del metro, solo entre una multitud, adolorido por tantos madrazos en las costillas.
Contuve una lágrima cuando llegamos a Balderas. Era la estación donde debía bajarme. Era mi destino pero al resto del mundo no le importaba. Nadie se movió para dejarme salir. Tenía que abrirme paso a empujones, yo, incapaz de matar a una mosca por compasión, yo, que les tengo un miedo atroz a los humanos, en especial a los hombres, y que soy incapaz de alzar la voz si alguien me hace daño. Cómo diablos iba a mover a esa turbamulta arremolinada en la puerta. En qué momento de la historia mi jefecito había tenido la feliz ocurrencia de citarme en el centro. Intenté abrirme paso con las maneras civilizadas aprendidas de mi madre pero nada resultó. Tuve que resignarme a bajar en la otra estación, pero tampoco entonces mis maniobras fueron exitosas. Uno de los jóvenes deshumanizados me aventó al fondo del vagón con una frase lapidaria en los labios. "Hazte para allá, ruco. Si no vas a bajar no estorbes". Me tuteaba como si nos conociéramos de años, como si me hubiera dado el calostro de sus pechos. Pisoteado por los usuarios me dejé llevar por el tren ya sin voluntad. Después de algunos minutos, llegamos a una estación donde la mayoría de los pasajeros se empujó para bajarse. Ya no tenía fuerzas para levantarme. Había perdido no solo la voluntad sino el espíritu. En la última estación, una señora apresurada pateó mi mochila sin querer. Poco me importó que en su interior se ocultara una lap top de 20 mil pesos. Casi nada me importaba ya después de aquel terrible descubrimiento. Me hubiera dejado morir en el vagón pero un atildado policía auxiliar me conminó con maneras bruscas a abandonar el tren. Mi vida estaba deshecha. Tenía ocho llamadas perdidas. Era mi jefe o, más bien dicho, el gordito ese que solía ser mi jefe.

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