La madre del cine nacional


No me gustaron nada tus comentarios despectivos hacia mi persona. No, no me la paso viendo películas en la televisión, pero, si así fuera, qué de malo habría en ello. Voy a desoír las quejas de tu amargura para, en cambio, recetarte otra reseña sobre el melodrama nacional. Nos habíamos quedado en Libertad Lamarque. En sus películas, Libertad siempre representó a la madre abnegada. Si Sara García recibió el título de "La abuelita del cine nacional", Libertad Lamarque tendría que ser objeto de un "honor" semejante y, por lo tanto, deberíamos proclamarla "La madre del cine nacional". Su mote de batalla fue durante muchos años "La novia de América", pero me parece a todas luces inadecuado para una mujer que se vendió prioritariamente como madre. Ser madre en el cine nacional es sinónimo de sacrificio, pero también es sinónimo de ridículo. Libertad Lamarque ha sido anatemizada por llevar al extremo el sufrimiento materno. Su calidad de cantante de tangos es otra de las armas esgrimidas por sus detractores para enviarla directamente a la fosa del ridículo. Quizá sólo su potencia vocal pueda salvarla del juicio de la historia. Pero a quién le importa ese maldito juicio. Libertad vivía del tango. No podría decir que era feliz porque se cuentan historias oscuras alrededor de su matrimonio, pero tampoco creo que le preocupara mucho la posteridad. Era una mujer de su momento. No vaciló ante la inevitable caída de su popularidad para enredarse con productores de cine que la convirtieron en madre de los ídolos juveniles del rock and roll. En esas películas Libertad pierde un poco de su aura solemne para congeniar con las nuevas audiencias. No sé qué tan exitosas fueron esas películas donde se intentaba reconciliar a la vieja guardia con la modernidad, pero se sabe que esa comunión sólo tuvo lugar en los terrenos de la ficción. En la vida real, la industria cinematográfica era incapaz de abrirles espacio a los directores jóvenes. El "nuevo cine mexicano" tuvo que abrirse paso a patadas en medio de un sistema represor donde los cineastas se veían obligados a filmar clandestinamente. Se dice que eso ocurrió con la película Los caifanes (1967).
Libertad Lamarque nunca perdió su calidad de estrella. Siempre se la encontrará encabezando los repartos de sus películas. En color o banco y negro, Libertad llevaba la voz cantante. Se cuentan horrores sobre su relación con el resto de las actrices. Desde que no permitía que usaran un vestido que la hiciera deslucir frente a ellas, hasta siniestras anécdotas donde la estrella exige que determinado encuadre sea usado sólo para ella. Es fama que Libertad dirigía a los directores de sus películas. Los fotógrafos debían alucinar a la señora. Esta tiranía de diva puede explicar que casi nunca haya filmado para directores importantes. El director en una película de Libertad Lamarque no es para nada un autor, carece de todo control sobre la filmación. El director en esos casos era sólo un amanuense, un técnico más del staff, a quien la señora podía corregir con toda autoridad. Su director de cabecera fue Alfredo B. Crevenna, un alemán sin ningún prestigio, capaz de dirigir hasta películas de ficheras en los años ochenta. Cuando se filma la película de una estrella, el director es sólo un requisito de la producción. No representa ni por asomo el origen de la película.
Soledad es la película más memorable de la madre del cine nacional. Corresponde a su temprana filmografía mexicana, cuando buscaba asentarse en nuestra cartelera luego de su exilio de la Argentina. Libertad había llegado a México con un nombre y una posición, pero debía pagar derecho de piso antes de convertirse en una de las señoras de la taquilla. Inicialmente filmó una película con Jorge Negrete llamada Gran Casino. Luis Buñuel también debutó en el cine mexicano con esta cinta. La siguiente aventura fue Soledad, dirigida por Miguel Zacarías, donde ya Libertad se hace digna del mote de madre del cine nacional. El hecho de que la madre del cine nacional sea un cantante argentina no debería llamar la atención de nadie. El vínculo entre latinoamericanos soñado por Bolívar se hizo posible en las pantallas de cine. Como todo vínculo fundado en la fantasía, se deshizo rápidamente al toparse con la realidad de cada uno de los países. Ni Argentina era una país de gauchos y tangueros ni México un territorio de charros y adelitas. Libertad Lamarque gozó de popularidad porque sus personajes no eran sino prototipos esenciales de la abnegación materna, una figura por lo visto muy cercana a los países latinoamericanos. En la mayoría de sus películas, Libertad está rodeada de hijos, siempre dispuesta al sacrificio. En su defecto, aparece como madre de sus hermanas, como en La mujer sin lágrimas y Acuérdate de vivir. Son películas donde Libertad se inmola en aras de la felicidad de sus semejantes. Este heroísmo patético llega al ridículo en sus filmes rocanroleros donde Libertad compite con la chaviza por el gusto del público, pero sin perder nunca su dignidad de estrella y señora. Se antoja, ante sus mancuernas con Enrique Guzmán, una película donde ambos sean amantes. Esta aberración habría sido impensable tratándose de la moralista Libertad Lamarque, pero no suena descabellado que haya pasado por la cabeza de algún argumentista calenturiento. Libertad jamás fue acosada por jovencitos. Entre su filmografía sólo se encuentra una película en la que despierta las pasiones de un hombre menor. Se llama Huellas del pasado. Corresponde a su etapa de consolidación en el cine nacional, alrededor del año 50, cuando los productores comienzan a confeccionar vehículos para el lucimiento de su abnegación materna. En Huellas del pasado, Libertad es una madre casada con un poderoso abogado. Es importante recalcar lo dicho. Libertad casi nunca es una mujer. Siempre es una madre. Su matrimonio se tambalea cuando regresa al teatro de donde su marido la sacó para convertirla en una señora de sociedad. El marido se siente incómodo ante las muestras de afecto que recibe su mujer y explota cuando la concurrencia la obliga a cantar otra vez y descubre en su mirada que ella todavía extraña ese mundo. Ante semejante ignominia, el abogado se larga y deja en el abandono a su pobre mujer. Ella no tiene más remedio que aceptar que un antiguo admirador la conduzca de regreso a casa. El viaje, que se repetirá al final de la película, tiene consecuencias fatales porque el sátiro pretende violarla en la impune oscuridad de la carretera hacia Toluca. El coche se estrella en alguna curva peligrosa y el nombre de Libertad queda manchado por el escándalo. El abogado la defenestra definitivamente y le impone el terrible castigo de renunciar a su hijo. Libertad se ve obligada a hacerlo aplastada por el poder del licenciado. En el cine de Libertad Lamarque el último recurso siempre es el tango. Mientras otras mujeres de la época caen sin remedio en la prostitución, Libertad se refugia en sus dotes de cancionista. Como en Soledad, Libertad se larga veinte años a Sudamérica para reencontrarse con su hijo en condiciones trágicas. El joven huérfano anida un odio inmemorial contra su madre. Su vida disipada lo conduce a enredarse con una rubia cabaretera. Libertad es la nueva estrella del congal donde trabaja la novia de su hijo. Ambos ignoran el parentesco. Se encuentran en circunstancias incómodas que producen un enfrentamiento. Libertad es grosera con el prepotente junior para enterarse poco después de que ese patán es su anhelado hijo. A partir de ese momento su misión es salvarlo del mal camino. Su misión la obliga a mostrar un interés hacia él que el muchacho confunde con una pasión. Cegado por el destino, como Edipo, el hijo se enamora monstruosamente de su madre con consecuencias trágicas. En un viaje en carretera parecido al del principio de la película, la madre confiesa el parentesco en el peor momento posible, cuando los frenos del cadillac no pueden responder por sus actos. Libertad muere para salvar a su hijo del pecado en el que ha caído. Su muerte redime la mala pasión que había despertado en él. Huellas del pasado es la única película donde Libertad muere. En todas las demás, la misericordia católica reinstaura el orden perdido. Esto tiene una razón de ser. En el cine de Libertad Lamarque, la muerte es el precio que hay que pagar ante el advenimiento de una pasión transgresora. Es un cine asquerosamente familiar donde las patologías del mundo contemporáneo no encuentran lugar. Todo es producto de malentendidos y silencios prolongados. Son dramas de enredos con frecuente final feliz. Nada que no pueda soportar una diabética madre del cine nacional.

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