(Pompis Osorio)
II
Aldo Pereira se escabulló
silenciosamente hasta el caserón de su abuela en medio del rumor de los perros.
Odiaba a esos malditos animales sin dueño que se apostaban en los alrededores
del parque: la recurrente idea de exterminarlos cruzó nuevamente por su
calenturienta cabeza. Pompis Osorio, mientras tanto, roncaba en la sala como un
bendito. Solía, a la usanza de un francófilo recalcitrante, poner filmes de
Goddard para conciliar el sueño.
-¡Me
abandonaste! ¡Volviste a dejarme solo cuando más te necesitaba! ¿Qué clase de
persona eres? ¿Ya no se puede contar contigo para nada? ¿Le perteneces a
Minerva exclusivamente? ¡Es una lástima! Pensé que entre tú y yo había nacido algo especial.
-No seas payaso,
Pereira. ¿Desde cuándo me necesitas para nada?
-No lo sé. Por alguna
extraña razón que todavía no comprendo, atraes a las señoras. Eres como un niño
de pecho. Llamas la atención.
-Quién entiende tu
capricho con esa mujer. Me caía mejor la otra. ¿Qué fue de ella?
-¡Olvídalo! Esa mujer
nunca haría nada que implique perder los escrúpulos. Se parece a ti y a tu
noviecita. Dichosos ustedes que se la pasan en el fornicio todo el maldito día.
-El amor no llama a
la puerta de la gente amargada. No sé qué te ha dado por querer salir de tu
ermita y probar los placeres del siglo. A lo mejor esto no es para ti, Pereira.
Podrías salir lastimado.
-Perdóname, pero si
tú puedes hacer pornografía, yo también puedo. Qué tienen tus nalgas que las
mías no puedan al menos igualar con sólo asomarse al mundo.
-Esa mujer nunca te
va a pelar. Su marido no la deja enseñar ni las piernas. ¿No te has fijado?
-No sabemos si es
casada…
-Obviamente es casada,
pero en todo caso, nunca vas a saber nada de ella porque ni siquiera te atreves
a hacerle una insinuación. ¡Cántale ya! No sé para qué tanto hacerla de
emoción. A veces tengo la sensación de que tú sabes más de ella de lo que te
atreves a confesarme. La has estado investigando, ¿verdad, maldito enfermo?
Pompis Osorio se
había enredado recientemente con Minerva Bustamante, una de sus compañeras en
la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Se conocieron durante una función cinematográfica dentro del auditorio Ernesto
Guevara de la Serna. Aquel descenso a las catacumbas universitarias trajo
consigo algo más que manoseos indecentes y películas pornográficas. Pompis se
había internado en esos albañales en busca de manjares que robustecieran su
desnutrido compromiso político. Era un alma curiosa, un duendecillo con las
nalgas más firmes que las convicciones. Había participado en la huelga más
prolongada de la historia universitaria sin manchar realmente su aburguesado
plumaje. A los primeros visos de aburrimiento, huyó como un cobarde del seno
revolucionario, y se sentía culpable. Un hombre de verdad, la clase de hombre
en que quería convertirse, no podía vivir ajeno a la grilla universitaria. Su
traición a los paristas no había sido otra cosa que apatía burguesa, abulia patrocinada
por el capital, hastío inducido.
Aldo Pereira lo había
convertido en su sombra inane desde que sus destinos se cruzaron en la Preparatoria:
Pompis y su familia en bancarrota llegaron al Arenal en el verano del noventa y
ocho. A los pocos meses, su padre murió de cirrosis. Con su madre viuda hecha
un manojo de remordimientos, Pompis Osorio vio en su primo Aldo Pereira un
ancla en la realidad, el arcángel infernal que lo libraría del doloroso
ostracismo de la orfandad. Los consejos de su padre se diluyeron en la prosa
fácil de Pereira, en su amor infinito por la banalidad. Pompis olvidó pronto
las lecturas contestatarias de que lo nutrió su padre para sumergir su pelambre
en las aguas viscosas de la palabrería inmortal. Ni en sueños le habría cruzado
por la mente estudiar literatura, si no se hubiera topado con el alma de su
primo, enferma de novelería y ficción: el amor de Aldo por la mentira sólo era
comparable con su amor por sí mismo. Era un narcisista de la mejor escuela,
formado en la televisión y en los clásicos del cine nacional. En el melodrama y
la comedia ligera, Aldo Pereira había cifrado su porvenir. No sólo tomó lecciones
de educación sentimental en esa casa de muñecas, sino que adivinó, en la figura
del escritor por encargo, el refugio de su espíritu atormentado.
Durante su estancia
en la Preparatoria, Aldo conocería los grandes nombres de la literatura
universal, la palabrería inmortal de la que sin querer su primo lo nutriría.
Pompis Osorio concebía la novela como un pasatiempo ilustrado que le habían
inculcado sus padres, dueños de una extensa biblioteca. Aldo, en cambio, veía
en las novelas no sólo la fuente original del melodrama electrónico al que era
tan afecto, sino también el único universo digno de ser habitado por el hombre.
Toda esa escoria sentimental que lo había formado abrevaba hasta la saciedad en
los esquemas clásicos de la novela romántica. Pompis le inoculó a su primo el
germen de la novela sin sospechar que de esa forma estaba encauzando su propio
destino. La paulatina introducción de Aldo en los clásicos de la prosa realista
fue de la mano con sus primeros pasos en la Preparatoria.
-¡Pompis! ¡Me escandalizas!
-¿No querías saber
detalles? Ahí los tienes.
-Pero si ya sabes que
esto va a acabar mal…
-¡No empieces a echarme
la sal! Esta vez sí va en serio. Minerva no tiene nada que ver con la otra. Es otra clase de mujer.
-En primer lugar, yo
no estaría tan seguro de que es una mujer. No tiene chichis.
-¡Ay! ¡Por favor! ¡Tú
qué vas a saber de mujeres! En tu vida has visto a una encuerada.
La muerte de su padre
había dispersado la atención del joven Pompis Osorio. El alumno modelo se
convirtió de pronto en un adolescente distraído y desganado. Enterró muchas
horas de clase en las tumbas de la Prepa Cinco con Aldo Pereira como cómplice y
acompañante. Habría tronado varias materias si el paro de labores no lo hubiera
salvado de la ignominia ante los anteojos ahumados de su madre. Quizá para
compensar la pachorra emocional que había exudado hasta entonces, Pompis Osorio
se armó de un desmedido entusiasmo a favor de las causas de la huelga. Pintó
mantas y paredes como si la vida le fuera en ello y, a cambio, obtuvo la
suprema confianza de algunos líderes del movimiento. Sin embargo, pronto se cansó
de hacer guardias y vivir en las comunas. Aldo se lo encontró de casualidad en
el centro durante una marcha en conmemoración de la matanza del Jueves de
Corpus. Esa noche, Pompis no regresaría a su trinchera de la Preparatoria
Nacional.
A partir de ese día,
los primos se volvieron verdaderamente inseparables. Por supuesto que ninguno
de los dos se paró nunca en las clases extramuros. Su metamorfosis en vagos
adolescentes sin oficio ni beneficio les resultaba mucho más atractiva. Tras un
año de huelga, regresaron a las clases con la cabeza llena de realismo mágico y
de clásicos del cine nacional. Ambos cumplían con los horarios de clase como
dios les daba a entender, porque descubrieron, al calce, que la literatura era
una escuela mucho más provechosa para sus mentes sedientas de evasión. Su
bohemia particular se complementaba a las mil maravillas con la bohemia
contracultural de la Preparatoria. Su afortunado encuentro con maestros
dicharacheros que desgranaban chismes sobre la historia patria terminó por
inclinarlos definitivamente hacia el lado oscuro de la creación. La ficción se
convirtió en la patria de ambos.
-Entonces, ¿toda esa
calentura devino en una conversación sobre el desafuero de Andrés Manuel López
Obrador?
-Mañana vamos a ir a
un mitin en Copilco. ¿No quieres venir?
-¿Me estás invitando
a un mitin? No mames. Tengo cosas más importantes que hacer en la vida.
Aldo cerró la puerta
del baño en las narices de su primo. ¡Qué se regresara al tilín de donde había
salido! Ya no le bastaba con relatarle sus porquerías, ahora también pretendía
indoctrinarlo en la fe de la democracia y el progreso. ¡Como si no lo
conociera! Sus romances con criollitas coyoacanenses siempre desembarcaban en
la misma isla desierta: lágrimas en nombre de la pérfida y boleros cantados al
calor de una borrachera. Aldo Pereira ya no quería ser el paño de lágrimas de
su primo ni podía seguir durmiendo en las sábanas de terceros. Necesitaba
lastimar su propia piel, arañarse, sentirse nuevamente ultrajado por el amor:
darle rienda suelta a su imaginación erótica montado en las ancas de una potra
sin inhibiciones; enterrar el pasado bocabajo para volver a nacer.
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