"Oh, Siddharta Gautama, tú tenías razón..."


I

Aldo Pereira volvió a dormirse en el micro. Hacinado en un rincón del asiento trasero, cabeceaba contra los cristales cuando le ganaba el sueño durante el viaje. El regreso a casa solía ser especialmente largo desde la escuela. La peregrinación iniciada en Ciudad Universitaria hacía escalas en las estaciones del metro Universidad y Centro Médico para desembocar en la terminal de Pantitlán. La noche anterior tampoco había podido dormir. Desde que su abuela le contó la historia de aquella fotografía, el hermoso rostro de esa mujer se había convertido en leyenda. Durante muchos años, Guadalupe Santiago sólo era un nombre mítico asociado con la mujer del retrato. Nadie nunca se imaginó, con excepción de Aldo Pereira, la manera en que aquel fantasma regresaría a sus vidas.
-¡Joven! ¡Despierte, joven! ¡Ya llegamos!- trató de advertirle una compasiva señora, pero Aldo la ignoró amodorrado. El chofer del microbús tuvo que despertarlo con un tremendo grito.- ¡¡¡Servidos!!!
Aldo se despertó avergonzado. Nunca había pasado por un trance público tan bochornoso. Humillado por la sonrisa burlona del microbusero, se escurrió de la escena tan rápido como pudo con unas ganas inmensas de que la tierra se tragara al chafirete, con todo y su montón de fierros viejos. La incuria de la ciudad de los palacios podría, tal vez, arrugarle un poco su elegante traje a cuadros, pero nunca lograría tocarle ni un solo pelo a su espíritu de flanêur.
Durante más de veinte años había caminado por esas mismas calles con la sensación de vivir en la provincia. La colonia Arenal, esa ranchería conurbada en donde había crecido, no figuraba para nada ni en la literatura ni en el cine nacional. Aldo Pereira se llevaba mal con el anonimato. No le hacía ninguna gracia haber nacido en los arrabales. A sus ojos, la colonia Arenal no podría librarse jamás de ser considerada como un populachero barrio de malvivientes. Su vecindad con el Bordo de Xochiaca no le auguraba ningún género de parabienes. Todo lo contrario; parecía condenada a una irreversible extinción. Aldo percibía las banquetas más pequeñas, los asientos del microbús o del camión le quedaban chicos. Se estaba asfixiando en esa ratonera sin destino.
Lo tenía bien claro: a la menor oportunidad se largaría de esa chinampa donde las más anquilosadas costumbres provincianas convivían con la crema y nata del hampa citadino. Odiaba a su familia, en especial a su abuela, por haberle inculcado valores anacrónicos que de ninguna manera se correspondían con el aire fresco del siglo veintiuno. Aldo Pereira se habría ahorrado muchas tribulaciones, tanto en la universidad como en la prepa, de no haber sido formado en las garras de una maldita cristera. Tantos años de preservar la reputación llegaron a parecerle ridículos cuando se dio cuenta del abismo que lo separaba de la civilización occidental. No era un alma en olor de santidad como su abuela le había hecho creer, sino un hombre joven, ávido de saciar sus apetitos en todas las carnes. Un atraso de siglos como el suyo ameritaba medidas radicales.
Las calles polvorientas del Arenal discordaban flagrantemente con su atuendo de señorito atildado, pero a Aldo no le importaba o, para ser más precisos, le importaba poco. Digamos que le importaba apenas lo suficiente como para mirar hacia otro lado a la menor manifestación de escarnio. Para venerar a los dioses de su parnaso personal no era necesario transigir con el ridículo, pero Aldo Pereira había decidido arriesgarse a ser la burla de toda la colonia para distinguirse, de ese modo, de la mediocridad rampante en cada esquina.
Ángela Beltrán, su madre, había cometido un pecado mortal al endulzarle los labios con mieles de otros rumbos. Tal vez sin quererlo, le había inoculado el prurito insano de pisar unos terrenos vedados para los de su especie. Ángela encarnaba la prueba viviente de que toda tentativa de esa índole estaba destinada al fracaso. Todavía se recuerda con rubor la sarta de mentiras que le inventó a todo el mundo para convencerse a sí misma de que las disqueras de México se peleaban por firmarla en exclusiva hacia finales de los años setenta. Le contó a quien quiso oírla que había estado a punto de grabar un disco con la mejor casa productora del país antes de que la inclemente necesidad de alimentar a su familia la obligara a tomar una decisión de la que se arrepentiría toda su vida. Cuando Ángela se encontró en la misma encrucijada en la que se encontraba su hijo ahora, ante la cruel elección entre la familia o la gloria, su madre, inconscientemente, la había arrojado a abrazar la causa sentimental. Ángela Beltrán se jactaba, a la menor provocación, de haber sacrificado su carrera artística en aras de la prosperidad familiar. Un hombre le ofreció un porvenir lejos de las marquesinas. Ángela, con la voz de su madre en la conciencia, no vaciló entonces en cavar sin contemplaciones una tumba provisional para su fama. Sin embargo, el matrimonio con el padre de Aldo se fue al diablo junto con los mejores años de su vida.
Aldo Pereira no estaba dispuesto a semejante sacrificio. Necesitaba largarse de ahí y hacerlo cuanto antes; pero, en ese trance, la imagen de Guadalupe Santiago había aparecido de improviso en el panorama. No tenía cabeza para fraguar una escapatoria. Se vio tentado a entregarse a un vicio para borrar de su mente a Guadalupe, pero ni el alcohol ni las drogas eran bien vistas por su conciencia de acólito. Había padecido los efectos del alcohol en su padre ausente y se horrorizaba con sólo imaginar el alcoholismo corriendo por sus venas. Aldo no quería convertirse en un borracho consuetudinario, como su padre, ni en un fumador compulsivo, como su madre. Necesitaba dejarse arrastrar por la lujuria, si entre sus planes estaba, algún día, caminar de noche por otras calles que no fueran las del Arenal.







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