La perla del caribe

III

Doña Perla nació en la isla de los primeros años treinta, cuando se decía que los Estados Unidos la tenían por casino. Era la única hija de una pareja de actores segundones de un teatro de La Habana. Su madre tenía un hermano bastante guapo a quien todas las habaneras le habían entregado la virtud. Por eso, el pobre hombre había tenido que huir a México, donde los tentáculos de un padre especialmente celoso del virgo de su hija no pudieran alcanzarlo. 
En el puerto de Veracruz, el hombre guapo no tuvo la misma suerte que en La Habana. Un marido celoso casi lo ensarta en el asta bandera del ayuntamiento. Era un militar de carrera, marinero de agua más bien dulce, ducho en las artes del chingadazo. No conforme con mancillar la belleza de aquel rostro apolíneo y cubano, lo metió preso para evitar que siguiera desvirgando jarochas. Sin embargo, los crímenes del hombre guapo no merecían una condena tan severa y pudo salir libre a los pocos días, con muy pocas ganas de permanecer en el mar. La ciudad de México lo recibió con los brazos abiertos en los últimos años veinte. Sus ojos todavía morados no fueron obstáculo para que una vieja tiple del Teatro Principal, cuyo difunto marido la había dejado bien parada, se prendara de sus encantos antillanos y lo requiriera para firmarlo en exclusiva. Era una señora morena, de ubres generosas y cadera esmirriada, dispuesta a mantener al mismo diablo a cambio de su compañía. El hombre guapo conoció la felicidad a su lado. De hecho llegó a quererla un poco, confundido con las mieles del bienestar a expensas del erario revolucionario. La morena había conservado las armas de su finado esposo y el hombre guapo gustaba de usarlas en sus ratos libres, que eran los más, hasta que llegó a convertirse en un tirador respetable. El aroma de la pólvora excitaba a la morena de carnes supremas y le confería un aura de poder al hombre guapo que la hacía rendirse a sus pies en las horas del deseo más conspicuo. No eran solo su juventud ni su belleza sino también su orgullosa virilidad, exaltada por las armas de fuego, las que sometían a la vieja bailarina a la voluntad del macho cubano.
No tardaron en llegarle ofertas para que rentara a su muñeco en la flamante industria cinematográfica mexicana. La morena lo pensó dos veces antes de acceder a que su hombre guapo la abandonara para convertirse en una estrella del espectáculo. Sabía por experiencia que en ese mundo de podredumbre nadie podía ser fiel por mucho tiempo. La primera vez que lo acompañó al plató, cuando nuestro héroe hizo sus primeras pruebas de cámara, la morena sintió que lo entregaba a los lobos de la industria para que lo devoraran sin dejarle ni un retazo.
El cubano demostró no sólo cierta presencia en escena sino sobre todo ambición, una ambición mesurada por su calidad de extranjero en tierra de caciques de armas tomar. Por supuesto que no les tenía miedo pero prefería irse con tiento frente a ellos para asegurarse un porvenir lejos del lecho de la morena. Ella le suplicó que no la abandonara, su puso de rodillas y le gritó que era suya, que podía hacer con ella lo que él quisiera. El hombre guapo se vio tentado a complacerla pero las consecuencias lo paralizaron. Una mujer de esas dimensiones, podrida en millones, atornillada a sus pies por el imán de la soledad, le provocaba una especie de mareo. Le gustaba ser el dueño de esa mercancía magullada y solitaria, ávida de caricias y de un hombre que le roncara en la oreja. Su sometimiento lo excitaba, era la clase de macho castigador que disfrutaba al jugar a la matatena con los sentimientos de su mujer. Piénsalo bien -le dijo el hombre, con una llama del infierno ardiendo en sus ojos- mira que si me quedo puedes llegar a arrepentirte.
-No, de lo que me arrepentiría es de perderte. Sin ti me moriría, ¿entiendes? Si quieres irte, mejor dame un tiro antes de que lo hagas.
Un tiro en la sien, en la frente, o en medio de ese par de tetas colgantes: la idea viajó por el magín del cubano con la prisa de un fugitivo en busca de alguna salida. Sin embargo, lo único que consiguió la gorda con sus palabras fue una erección de hierro de parte de su amado, un hombre varonil hasta la putería, condenado a los labios y la sed de esa mujer enferma de pasiones bochornosas.
-Era guapísimo mi tío, ¿no te parece?
-Como actor era bastante guapo...
-Siempre fue un actor infravalorado. Y como director ni se diga. Ninguno de esos supuestos eruditos de la cinematografía darían un peso por él. Si hay algo que me pone de malas es la envidia... Eres muy joven para caer en eso...
-¿Dice usted que yo le tengo envidia a su tío? Bueno, ahora que me cuenta parte de su agitada vida sentimental, por decirlo de alguna manera, ciertamente le tengo un poco de envidia. A este paso sospecho que se merendó a todo México, Centroamérica y el Caribe.
-Tenía mucho pegue con las gringas. De hecho su única esposa era estadounidense.
-¿Cómo? ¿Nunca se casó con la Esperanza Iris de petatiux?
-No, esa historia terminó muy mal. La pobre mujer murió en La Castañeda... Bueno, eso dicen. Se dicen muchas cosas del cine nacional. Pero muy pocas son verdaderas. Alrededor de las estrellas se forman mitos y leyendas negras porque al público le gusta aderezar las vidas de sus artistas favoritos con productos de su imaginación.
-También dicen que si el río suena es que agua lleva. O  que si piensas mal, acertarás.
-No seas tan mal pensado, Aldo Pereira... Tienes nombre de artista, ¿sabes? Me gusta tu nombre.
-¿Solamente mi nombre?
-A estas alturas lo único que puede gustarme de ti es el nombre.

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