La perla del caribe
II
El inmaculado centinela parece silencioso. No se oye música. No se oye la voz humana. El timbre tampoco funciona. Mis nudillos perturban la paz del sepulcro inmaculado. Un juego de llaves tintinea a lo lejos.
-La señora no está. ¿Gusta dejarle recado?
-¿Cómo te llamas, hermosura?
-Emilia
-¿Tienes mucho trabajando aquí?
-¿Eres policía?
-Soy soltero. ¿Te sirve?
La perla del caribe toca el claxon de su vetusto automóvil. Unos lentes oscuros resguardan sus ojos marinos. La mujer abandona el vehículo con la agilidad de una pececita. Viste de negro, seguramente para verse más delgada. Su aroma conquista mi olfato en un segundo. Es otra vez el amor, un amor en blanco y negro, un amor inmaculado y enlutado al mismo tiempo. Es un amor cerebral, de tablero de ajedrez, de sal marina, de cielo encapotado, de tormenta tropical.
-¿Es usted el chofer?
-Eso depende de usted.
-¿Cómo dice?... Pero qué hacen aquí afuera. La gente nos está mirando. Pasen, pasen a la casa.
-Vengo de parte de Socorro Almazán.
-Mucho gusto. Puede decirme Perla... Nunca me diga doña ni señora. Por favor. Perla. Simplemente Perla... Ah, ni se le ocurra decirme doñita porque lo corro... ¿verdad, Emilia?
Emilia asiente divertida.
-¿Me tardé mucho, chula?
-Casi nada, Perla.
-Me pasé dos altos. Al rato me van a llegar las multas.
-Tenga cuidado, Perla. Si sigue así le van a quitar la licencia.
-No pienso volver a manejar. Para eso está el joven... Déjanos solos.
Esa sería la última vez que vería a Emilia.
-A ver, jovencito. A lo nuestro. ¿Sabe manejar un arma?
-¿Qué clase de arma?
-Una beretta 9 mm.
-Son mi especialidad.
-Maravilloso. Queda usted contratado.
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