Soledad: onanismo católico

No me reprochas mi silencio. ¿Cómo debo interpretar el tuyo? ¿Como una recaída? ¿Como un signo de indiferencia? He pasado un verano de hastío. Sé que esa palabra te desagrada un poco. Por eso la uso, para tratar de activar alguna zona erógena de tu subsconsciente que te permite reaccionar ante mi inevitable ruptura con el mundo. No soy precisamente el tipo de persona que cambia de opinión según el clima, pero me parece que las heladas de los últimos días, mezcladas con mi abulia, han desconectado mi cabeza de la televisión para arrojarme nuevamente a los brazos de mi lector. Odias las confesiones indecorosas. Tampoco pude evitarla: no es que me siente mal esta soledad que ya se hizo crónica, es sólo que ninguna tara, por arraigada que se encuentre, resiste indemne a los estímulos extraños. No quiero ponerme críptico. Hace meses, una querida amiga, testigo de mi esterilidad intelectual, me invitó a escribir sobre una de mis pasiones más visibles. No te preocupes. Tengo planeado seguir escribiendo la crónica sobre nuestros días de gloria en la Universidad, pero eso puede esperar toda la vida. Alguna fuerza extranjera ha impedido que siga adelante en mi narración. Todavía no hago acopio de las agallas suficientes, necesarias, para emprender como se debe la vergonzosa relación de aquellos hechos. A decir verdad, estas líneas se proponen, de algún modo, recuperar el ritmo de la prosa, someter  los dedos nuevamente a la servidumbre del texto, dejarse llevar sin remedio por esta nostalgia de la escritura.
No voy a decir que fatigo bibliotecas en busca de inspiración. No les caigo bien a las bibliotecas. Sin embargo, una de ellas me sirvió de refugio durante una hora mientras hacía tiempo para llegar puntualmente a una cita con algunos fantasmas. Insisto en que no quiero ponerme críptico. Me pregunto de dónde viene mi pasión por el cine. No es una pregunta difícil de responder. Pertenezco a una generación amaestrada por los medios electrónicos. Mi inclinación al cine está íntimamente ligada a ese destino. No es gratuito, en ese sentido, que mi cinematografía recurrente sea la mexicana. Mi primer recuerdo del cine mexicano no es estrictamente una película, sino una actriz, una de las más famosas de la Época de Oro del Cine Nacional (parece casi el nombre de una secretaría de Estado), Libertad Lamarque. Sinceramente, habría deseado que mi primer contacto con el séptimo arte fuera María Félix o el inmarcesible Tin Tan, pero, en el fondo, quizá fue lo mejor. Libertad Lamarque como anfitrión de mi primera incursión en el universo cinematográfico me garantizaba placeres porvenir que, de otro modo, hubieran pasado desapercibidos. Necesitaba instruirme en las lágrimas y el sufrimiento para después valorar en su justa dimensión al humorista y a la vampiresa. No podría saber de quién se burlaba Tin Tan en sus películas sin haber hecho escala antes en esos melodramas católicos protagonizados por La Dama del Tango. Me habría sido imposible comprender el tamaño de los pecados cometidos por María Félix en sus peliculas sin un previo adiestramiento en el estoicismo de las figuras maternas encarnadas por Doña Libertad.
No podía caer en un fango distinto. He tomado conciencia paulatinamente de mi indulgente formación católica. Nunca fui un mártir de la religión. Nadie se atrevió a inculcármela con métodos violentos. El catolicismo parece estar en el aire de esta ciudad. No es preciso asumirse o desligarse. Se inhala o exhala con la misma facilidad. No sé cuándo la vi por primera vez. Ignoro también la fecha en que derramé mis lágrimas iniciales en aras del melodrama nacional. El melodrama es un género sencillo de explicar. Se trata de una incansable lucha entre algunas almas nobles y otras viles. En las viejas películas mexicanas casi siempre los buenos son los pobres y los villanos los millonarios. Toda la gama de clases medias es simplemente ignorada por el melodrama. Suele, en cambio, ser atendida con frecuencia por la comedia, incluso por la comedia melodramática. Ya iré ampliando poco a poco el significado de estos términos que no son claros ni siquiera para mí. Debo decir, en este sentido, que el melodrama es el género por excelencia del cine nacional. La malsana obsesión por el llanto de nuestro cine alcanza inclusive a la propia comedia. Sólo las primcias de Cantinflas y Tin Tan se salvan de caer en el manoseado melodrama sin calzones, es decir, un melodrama descarado, impúdico diría yo, como el practicaban los guionistas de luminarias como Marga López y Libertad Lamarque. Ambas estelarizan la película de la que, se supone, me propongo hablarte. Estoy seguro de que has adivinado cuál es, pero no está de más refescarte un poco la memoria.
"Soledad" (Miguel Zacarías, 1947) cuenta la historia de una sirvienta casada en falsas nupcias con su patrón. Desengañada por una boda de verdad entre su supuesto marido y una millonaria desalmada, Soledad huye de la hacienda donde ha sido burlada en medio de una tormenta característica de esta clase melodramas. La noche de amor con su burlador tiene consecuencias genéticas irreversibles. Soledad termina ganándose la vida en el arrabal de las carpas y los teatros de revista. Lejos todavía de convertirse en una estrella internacional del tango, Soledad es rastreada por la madre de su primer y malogrado amor. La desalmada anciana sólo quiere una cosa, arrebatarle a Soledad el producto de aquellos amores ignorantes de la lucha de clases para brindarle a la niña un porvenir dorado que le sería inaccesible de quedarse en la pobreza del arroyo farandulero. Soledad recibe a su otrora suegra en el inmundo tenderete donde cualquiera puede entrar a cambiarse de ropa. Un par de pelados se desnuda muy quitado de la pena ante los castos ojos de la encopetada señora, una pareja de tormentosos amantes riñe a madrazos en el tendajón vecino, separado apenas de la escena por una cortina cuasi transparente. "¿Es esto lo que puedes ofrecerle a tu hija?" le pregunta la oportunista señora a una Soledad todavía protegida por el orgullo. Sin embargo, una extraña voz de la conciencia comienza a hacer estragos en la desgraciada Soledad. Una vez que ha echado a su suegra con lujo de insolencia, se transfigura en una loca frenética que sale corriendo para alcanzar el malhadado vehículo donde su hija viajará sin escalas de la miseria de arrabal a una de las nacientes zonas residenciales de nuestra ciudad. Veinte años después, Soledad ha cambiado su nombre de pila por uno de más cachete: Cristina Palermo. Después de una gira triunfal por América Latina, Cristina regresa a México sólo para enterarse de que su hija, Evangelina Covarrubias, se ha convertido en una muchacha malcriada en los Estados Unidos. Pese a lo cual, sigo enamorado de ella desde la primera vez que la vi. Lo mismo podría decir su bohemio novio Carlos, un compositor de tangos y canciones cursis, muy interesado en conseguir que Cristina Palermo, una cancionista internacional, interprete sus dramáticas creaciones; por ejemplo, aquella titulada con el mismo nombre de la película, donde Cristina dice frases como "mi existencia es una farsa donde danzan los siniestros espectros de mi ayer" u cosa análoga. Prometo tomar notas la próxima vez. Marga López luce bellísima como Evangelina Covarrubias. El responsable de su actuación un tanto exagerada no es otro que Miguel Zacarías, el director de la película, aunque en Salón México actúa un poco igual en algunas de las escenas. Concediendo esta salvedad a la crítica maloliente, sólo me queda babear ante la escena en la que Marga es captada por la cámara en primer plano mientras usa una especie de velo en la cabellera parecido al de una virgen. Ésta es una de las imagenes imprescindibles en mi antología. A partir de ese momento, Evangelina le agarra inquina a la tal Cristina Palermo porque ha despertado en ella unos celos digamos que monstruosos ante el sucio y pervertido interés de su novio y de su propio padre "por esa cómica". Al final todos resultan unas blancas e inocentes palomas sólo porque los productores, los guionistas y el mismo público, eran demasiado hipócritas como para permitir lo contrario, un atentado contra las buenas conciencias, por ejemplo, como el que habría significado una atracción real de Carlos, el compositor, por la madre biológica de su prometida. Sin embargo, los mejores parlamentos de la cinta no se los dieron a Doña Libertangos, ni siquiera a Marga, sino a uno de los actores secundarios llamado Rafael Alcayde, quien encarna al figura de un avieso seductor sin escrúpulos, cuyo cinismo lo conduce hacia otra de las escenas memorables de la película donde intercambia sentencias y frases domingueras, como en un juego de tenis, con la protagonista y estrella de "Soledad". Libertad, en la venerable efigie de Cristina Palermo, formula una pregunta "¿Chantaje?" ante el inmoral pervertidor de menores que se le ha puesto enfrente. Él, en el colmo de la caballerosidad llevada a los extremos del mal, sólo atina a responder "¡Qué palabra tan desagradable! Sólo hay una que me desagrada más: escándalo." Fracasado en su intento de sobornar a la inmaculada Cristina Palermo, el seductor amenaza con revelarle toda la verdad a la virginal Evangelina y, no contento con ello, tronarle su cacahuatito a la menor oportunidad. Soledad, luego de ser abofeteada por su propia hija y pronunciar con azoro la frase diseñada ex profeso para darles por su lado a las respetables madres del auditorio, "¡Que Dios te perdone!·", impide con un revólver la deshonra de su amada hija. Ha sido, sin embargo, tan pero tan buena que el cielo decide premiarla no sólo con el amor de su hija, quien, casi por intuición descubre el parentesco entre ambas sino que, además, la misericordia de los argumentistas la salva de caer al tambo por homicidio al tomar la arbitraria decisíón de que el seductor herido por la mano criminal de una madre desesperada no perezca irremediablemente después del disparo, sino que salve la vida gracias a que la bala sólo alcanza a rozarlo. La iluminación de la última escena no deja lugar a dudas: Soledad abraza a su hija después de veinte años de sacrificios, la luz celestial baña en plenitud el rostro de la madre como una señal alarmante de recompensa divina. Por lo tanto, esta película representa fielmente lo que debe denominarse como melodrama católico, donde los buenos son casi santos y no pueden sino creer en Dios, en tanto que  los malos, también creyentes aunque un poco descarriados, vuelven al redil por obra y gracia del omnipresente onanismo catolicista.

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