Nuestro último fracaso

No sé en qué momento se jodió la carrera de Tin Tan, pero si tuviera que proponer alguno, sería, sin lugar a dudas, cuando filmó la espantosa película titulada El vagabundo, donde el irreverente por antonomasia se convierte a un cristianismo de la peor ralea y termina, casi invariablemente, trabajando en un circo. A partir de ahí, la filmografía del comediante se precipitó en un abismo del que nunca más saldría.
El violetero es una de esas piedras en el derrumbe, una parodia, como casi todas las cintas de Germán Valdéz, pero sin la paciencia, el genio y la pericia de sus argumentistas de antaño. La década de los sesenta pintaba ya oscura para la trayectoria de uno de los iconos más populares de la historia de la cultura mexicana. Burlarse, sin alcanzar la sátira, de María Candelaria no representaba ninguna osadía para entonces. Atrás habían quedado sus desafíos a Jorge Negrete y a la comedia ranchera, sus sátiras recalcitrantes contra y, al mismo tiempo, en honor de sus contemporáneos. Tin Tan era la única figura capaz de protagonizar lo que hubiera sido la sátira perfecta contra el cine mexicano de los cincuenta, pero nunca encontró ni a los argumentistas ni a los directores adecuados. No sé si en 1960 fuera todavía un imán de taquilla, pero a juzgar por toda su filmografía de la época, se intentaba revitalizar la fórmula paródica que había arrojado tan buenos resultados en el pasado, pero sin haber comprendido a cabalidad los motivos del éxito anterior.
El Tin Tan de Gómez Landero y Martínez Solares, sin omitir a Juan García, era un dolor de muelas en la solemne y católica industria del cine nacional, un atentado contra la espiritualidad y el buen gusto, una patada en los güevos del nacionalismo revolucionario. Tin Tan se burló de todos y su premio fue pasar a la historia, pero su castigo provino del mismo galardón. Convertirse en una estrella fue lo peor que le pudo pasar al artista mexicano porque, como tal, tuvo que ceñirse a los dictados del mercado y, finalmente, entrar en el aro del cine institucional. El violetero es una de esas cintas de molde que afortunadamente, por ejemplo, Pedro Infante nunca llegó a filmar. Suicídate mi amor, uno de los tantos churros pretenciosos que el cine ha producido en México, fue pensada originalmente para el ídolo de Guamuchil. Tin Tan la filmó, presa ya de un abotagamiento físico que en El violetero hace impensable su vinculación con las damas jóvenes. La decadencia le llegó temprano, como a todas las estrellas de la época de oro, como a todas las estrellas de cine, pero nunca hubo un revival, un resurgimiento al estilo Hollywood. Murió lentamente en ese horno de churros en que se convirtió el cine nacional.
El violetero podría haber sido una parodia del indigenismo, pero se quedó en una simple y superficial defensa de los valores más cursis de la industria, como el respeto a las diferencias y la abolición de las jerarquías sociales. Sin embargo, detrás de esa "apasionada" defensa del orgullo indígena, presente en el argumento, se encuentra agazapada toda la hipocresía y la doble moral del regímen priísta. La enésima encarnación de Pigmalión que protagoniza la película junto con Tin Tan quiere transformarlo de un indio patarrajada en un gentleman de pipa y guante para demostrarle a su engreída hermana menor que todos los seres humanos somos iguales. La película pretende, inocentemente, abonar a esa tesis, pero su fracaso es tan rotundo que termina demostrando lo contrario: el indio debió transformarse para "igualarse" a su pareja. La uniformidad a la que hemos llegado en la actualidad proviene de la misma tesis: todos "podemos" ser iguales, si nos mimetizamos con los dominantes. La revolución de los sesenta instituyó el disfraz contrario, "todos somos indios, usemos morral," pero también devino en uniforme. El mundo intenta sobrevivir sin disfraces y conciliar las diferencias, pero, de eso podemos estar seguros, volverá a fracasar.

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