El sueño es un arma cargada de presente

El sueño del celta es en muchos sentidos una biografía de la utopía decimonónica enfrentada al mal perpetuo que se ensanchó hasta explotar durante el siglo XX. Roger Casement fue un nacionalista, un anticolonialista, un político, es decir, siempre un revolucionario y, ante todo, un idealista. Proteico aventurero, sus expediciones a las entrañas de las regiones caucheras en el Congo y el Putumayo pueden verse, no sin obviedad, como viajes infernales hacia las entrañas de sí mismo. No sólo descubrió, en ellos, que el mal es perenne y omnipresente, sino también que el colonialismo era una peste que le concernía de nacimiento.
La novela biográfica y, en este caso, histórica, goza de buena salud en nuestra literatura. Mario Vargas Llosa, sin embargo, decidió novelar la vida de un patriota irlandés antes que la de un héroe latinoamericano. Sería muy fácil venir a decir aquí que nuestro continente nunca ha arrojado un sólo héroe sobre la faz de la tierra. Prefiero señalar que la elección del nobel peruano no peca de cosmopolitismo; al contrario, el destino de Casement parece incumbirle más que a ningún otro, no sólo porque, como el protagonista de su novela, Vargas Llosa sea un hombre universal, o, porque, además, en sus respectivas juventudes hayan albergado ideales semejantes que se hiceron pedazos frente al monolito inquebrantable del poder. Casement y Vargas Llosa no se parecen solamente porque es natural. Sus figuras contrapuestas encierran una paradoja: mientras uno ha recibido honores en vida por dedicarla a la ficción, el otro fue condenado a la horca por atreverse a imaginar su propia libertad, no sólo política sino también sexual. Roger Casement no murió a causa de sus simpatías nacionales, murió porque la opinión pública no soportó que su imaginación erótica fuera tan escandalosa.
Mario Vargas Llosa ha sido maldecido con el Nobel. Como Casement, como toda esa progenie de magníficos que han pisado la tierra, Vargas Llosa ha cometido el delito de irse por la libre e imaginar el mundo por su propia cuenta. Es mentira que se haya convertido en un blandengue. Eso se piensa ahora porque, repito, lo maldijeron con el Nobel. Imaginarlo gastando el millón de dólares me parece inmoral frente a su literatura, que merece algo más que las comodidades a las que podría hacerse acreedor. Hombres como los que se involucran en esta novela, muy decimonónica, muy intemporal, merecerían mucho más que diatribas oportunistas. Novelas como las que se gasta Vargas Llosa deberían instarnos a, por fin, y de una vez por todas, tomar partido, partido hasta mancharnos.

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