¡Milagro!

Las puertas del paraíso se abrieron para el cine mexicano: se abrieron con El infierno, la nueva película de Luis Estrada. El cachorro había inaugurado, diez años atrás, ni más ni menos que un auge inesperado de la cinematografía mexicana en el mundo que perdura hasta nuestros días. La ley de Herodes presagiaba el fin de los viejos tiempos, había sobrevivido a la censura, se creía portadora de una buena nueva: en México se podía filmar sin miedo a la guillotina de Gobernación.
Hoy, las cosas han cambiado para peor, o eso quiere contarnos el director, amparado en la diaria maquinaria del Hades. El demonio se apodera de nuestras almas con absoluta impunidad. El infierno amedrenta al espectador tanto como No country for old men, la cinta dirigida por los hermanos Cohen, donde un psicópata se convierte en el dios omnipotente de los nuevos tiempos, la entelequia maligna que nos habita y se nos escapa sin previo aviso, de la que nadie puede huir. En México, el narcotráfico parece provenir de la misma ralea. Las miserables producciones de los hermanos Almada ya anunciaban el porvenir, pero como nadie en su sano juicio se atrevía a verlas, ignoramos sus augurios. Sólo hombres valientes y sabios como Enrique Serna, quien estaba obligado a chutarse esos churros de mal agüero por necesidad profesional, entrevieron las posibilidades latentes en la figura señera del narco latino. En "Cine de narcos" o "Por nuestros hijos" alude a la creciente presencia del narcoterror en la vida cotidiana de nuestro México, snif snif. En sus novelas, además, introdujo la horripilante figura del narcopolicía con el comandante Jesús Maytorena, un típico judicial, por no decir, un típico macho mexicano, es decir, puñal de clóset, magalómano, psicópata, asesino impío, narcomenudista, pero, finalmente, hombre de familia, padre hogareño, celosísimo de las calificaciones de sus hijos.
En su exploración del narcotraficante como héroe de acción, Estrada consigue exprimir la psicología del narco latino a los niveles del western o el cine de gángsters. El Cochiloco, una de las ánimas del infierno, es un narco entrañable, el compañero, el amigo, las últimas consecuencias a las que podría llegar uno de los lacayos del comandante Maytorena en El miedo a los animales. Los narcos son las estrellas del discurso oficial. Estrada emprende la sátira de ese discurso a extremos épicos. La epopeya satírica del pueblo mexicano contra sus gobernantes, contra el imperio de la narcorrupción: eso es El infierno. La reelaboración de los pleitos a balazos entre Los tres García bajo la égida del corrido en la camioneta. El odio ancestral de Caín contra Abel narrado mediante la estética gore de las mutilaciones. Los clásicos de nuestra cinematografía convertidos en congales de mal morir.
El infierno puede ser la gota que derrame el vaso, la película fundacional de una nueva cinematografía. Así como Fernando de Fuentes inventó México con Allá en el rancho grande, Luis Estrada propone, quizá sin conciencia, una nueva corriente cinematográfica: los narcos sustituirán a los charros en el imaginario nacional o, al menos, se les igualarán. La actitud, sin embargo, es muy distinta. El infierno es una película destructiva, una apuesta artística contra la erección posible de un narco estado que termianaría destruyéndolo todo, una protesta fílmica contra nosotros mismos, contra nuestra propia violencia, contra nuestra propia sed de venganza.

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