La "París" de América

 El ferrocarril de Cuernavaca corría en medio de las más profundas tinieblas. Me despertó el silbido de la máquina que anunciaba nuestro próximo arribo a la ciudad de los palacios. Pasamos por Ciudad Universitaria, pero todavía era un páramo de cenizas volcánicas. Me asomé por la ventanilla para sentir la caricia del viento, pero para entonces ya no podía sentir nada. El único sentimiento posible era la nostalgia.

La locomotora se detuvo en la estación de Buenavista y los pasajeros bajamos como si nada, como si el viaje que acabábamos de realizar fuera cosa de todos los días. Pero yo sabía que aquel viaje había sido especial, aunque los tripulantes disimularan y quisieran hacerme creer que no tenía la menor importancia. 

Estaba ahí para buscar a la doctora Clementina Iturbide, vilmente envenenada por una mente criminal que todavía andaba suelta por el mundo. Pero su castigo no había hecho sino comenzar. "Ahora sí que me has perdido para siempre", dije, recordando mi último suspiro antes del viaje. ¿Para qué recordar a una asesina? Lo importante era encontrar a la doctora cuanto antes. La eternidad estaba empezando, pero yo tenía la sensación de estar perdiendo tiempo valioso. 

Estaba seguro de que la doctora Iturbide se encontraría en algún bar del centro, donde habría ido a conocer en espíritu, ya que no en persona, a los decadentistas, a quienes les había dedicado la mitad de su existencia. Concretamente, sabía que la doctora ardía en deseos de conversar con Julio Ruelas. 

Pero las tinieblas no terminaban nunca en "La París de América", como osaron llamarle a la ciudad de México en el siglo XIX. Las luces de los candiles eran ridículas para una vista acostumbrada a la iluminación del siglo XXI. Había polvo sobre el polvo y todavía se oía el rumor del agua estancada en las acequias de los alrededores. Tuve que rentar una canoa para acercarme al primer cuadro de la ciudad sin llegar hecho un asco. 

El barquero era un hombre sin edad, sin ojos, con un sombrero de palma y un sarape veteado. Me pidió una moneda por adelantado para permitirme abordar la embarcación. Yo sólo traía las monedas que Guadalupe me había dejado en el traje, eran monedas de oro y plata. En ese momento no pude contarlas, pero el barquero tuvo suficiente con una de plata. Me costaba ubicarme en esa ciudad desconocida para mí. La oscuridad tampoco ayudaba mucho. Esperaba con ansias el amanecer porque ni siquiera la luz de la luna alumbraba aquella noche perpetua. El barquero se permitió fumar mientras remaba hacia la ciudad de México. Pude ver el humo de su cigarro alcanzar mi rostro, pero fui incapaz de percibir el aroma del tabaco. Me di cuenta de que sólo conservaba el recuerdo de ese olor, así como el sonido del agua y las imágenes que veía eran puramente recuerdos, ilusiones, mi imaginación convertida en la única realidad posible.

De pronto, una luz verdosa tiñó la laguna por completo, como si debajo de nosotros hubiera estallado un reactor nuclear. El barquero dijo que era el monstruo del lago, que devoraba a alguna de sus víctimas en una gruta cercana. 

¿El Ahuízotl en 1898? Sí, cómo no. Ese color verde de las aguas debía tener alguna explicación racional, aunque a esas alturas resultaba absurdo invocar a la razón. Seguimos nuestro camino, pero la pequeña canoa empezó a perder el equilibrio sobre las aguas. "Un remolino", dijo el barquero, que trató de remar contra la corriente para evitar que nos devorara. Quise ayudarle, pero sólo tenía un remo, así que mi actuación se redujo a esperar que el remolino nos tragara. 

Cuando recobré la conciencia, me encontraba en una oscura habitación de hotel, o eso me pareció en un principio. Sólo la tenue luz de los faroles hería la oscuridad. Era una luz entre amarilla y blanca que se confundía con el polvo en la ventana. Me levanté de una cama hedionda a vino del peor linaje. No estaba húmedo, conservaba las monedas en su sitio, todo parecía estar bien. Me asomé a la ventana y pude ver una procesión de borrachos que parecía interminable. ¿De dónde había salido tanta gente? Parecía un carnaval, la música provenía de todas direcciones y se confundía con otros sonidos inquietantes, como gemidos lastimeros y gritos de angustia y desesperación. 

En la multitud era irreconocible, pero cuando salí de la habitación para integrarme al jolgorio general, pude confirmar que el doctor Morelos se encontraba en medio de la fiesta, conversando con algunas actrices de su generación. Lo saludé desde las escaleras del hotel, pero no pareció reconocerme. Me vi obligado a acercarme hasta donde ellos se encontraban para saludarlo nuevamente.

—¿Doctor? ¿No me reconoce? Soy yo, Aldo. Aldo Pereira.

El doctor Morelos tuvo que quitarse los anteojos para limpiarlos porque no podía creer que yo estuviera ahí. 

—¿Qué haces tú aquí? —dijo Morelos mientras intentaba tocarme. 

—Ya ve usted. Tampoco me quedaba mucho tiempo. 

—Siempre supe que eras un hombre de poca energía, pero nunca me imaginé que te cansarías tan rápido de la vida.

—Pues yo no me cansé, aunque algo hay de eso. En realidad no estoy aquí por mi propia voluntad. Me ayudaron a bien morir. 

—¿Quién?

—Es una larga historia. ¿Tiene tiempo?

Nos sentamos a tomar un trago en una terraza de las que abundaban en ese lugar fantástico, donde la música no paraba nunca. 

—¿Whisky o Coñac? —me preguntó Morelos, mientras tomaba las botellas directamente de una barra donde parecían reproducirse milagrosamente. 

—No sabe a nada —dije después de darle un largo primer sorbo a mi bebida, tratando de encontrarle el sabor. 

—Ya te acostumbrarás a recordar los sabores, así como recuerdas los sonidos y las imágenes. 

—¿Qué quiere decir con eso?

—Aquí todo es fantasía, Aldo. Todo lo que ves, lo que escuchas, lo que hueles, lo que tocas, no es más que producto de tu imaginación. 

—¿Es como un sueño?

—Algo así, pero es un sueño que se supone nunca termina. 

—¿Ni siquiera cuando sale el sol?

—Aquí nunca sale el sol. El sol es negro. Lo único que nos queda es la luz de la luna, pero tarda en aparecer, se esconde. 

El doctor Morelos recordó la tristeza en mi rostro. 

—Pero no te pongas triste, hombre. Tuvimos suerte de encontrarnos en el camino. Yo he pasado los últimos dos años tratando de encontrarme con mi padre, y nada. 

—Hay demasiada gente aquí. —dije, mientras trataba de recordar el sabor del coñac. —Supongo entonces que tampoco se ha encontrado usted con la doctora. 

—¿Con cuál doctora? —preguntó Morelos, que parecía haberle ya encontrado el sabor al whisky. 

—La doctora Iturbide, su mujer. —dije, como estuviera diciendo cualquier cosa.

—¿Qué dices? ¿Clementina también...

—Sí, pensé que ya lo sabía.

—¿Cómo podía saberlo estando aquí? —dijo Morelos, con el rostro desencajado. —¿Estás seguro de lo que dices? ¿Cómo pasó?

—La envenenaron. —sentencié.

—¿Quién pudo hacer algo así? —preguntó Morelos, incrédulo.

—Guadalupe, doctor. 

—¿Guadalupe Hidalgo? ¿Tu "amiga"?

—Así como lo oye.

—No lo puedo creer. Me cuesta creerlo. De verdad. ¿Cómo pudo hacer algo así?

—Le envió una caja de té como regalo de cumpleaños. Tardó un año en terminarse la caja, y cuando se bebió la última infusión, caput. 

—Entonces Clementina debería estar aquí.

—Lo mismo pensé. Por eso vine a buscarla. Pero si usted no la ha visto...

—Es como encontrar una aguja en un pajar. 

—Tenemos tiempo. —dije, por fin con el sabor del coñac en el paladar. 




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