Las manos dormidas


Heme aquí, nuevamente solo, en medio de una noche calurosa. La vida transcurriendo allá afuera, y yo aquí adentro, escribiendo burradas en mi computadora. He renunciado a vivir la vida de allá afuera porque me resulta, cómo decirlo, demasiado oscura; la vida de allá afuera tiene un sabor a peligro, a sangre, un regusto extraño a pólvora y a cieno.


Ahora resulta que tomo clases de portugués en las tardes. No me va nada mal. Incluso creo haber hecho ciertos progresos. Pero por supuesto me encuentro todavía lejos de mis expectativas. No es que tuviera muchas (de hecho tenía demasiadas), pero al fin y al cabo, todas ellas eran ficción, eran tan ficticias como el resto de mi vida. Siempre alteré los acontecimientos de tal manera que parecieran ficticios para mi conciencia.



El camino de Copilco es largo, un poco tortuoso, te encuentras con lo peor de la vida universitaria, ese barullo inevitable alrededor de todo lo que respira. A veces siento que atravieso un enjambre de moscas, un remolino de insectos ponzoñosos dispuesto a contagiarme de enfermedades mortíferas. Luego vuelvo a la realidad, me enfrento al pasillo que conduce a la Facultad de Medicina; el rumor de los futbolistas amateur preludia mi inminente llegada al salón de clases.



Nunca quise estudiar medicina. Tengo treinta años y me replanteo la vida. No tengo empleo, pero tampoco abrigo esperanzas de encontrarlo. Toda mi existencia gira alrededor de un núcleo impreciso. En ocasiones, el núcleo está en el salón de clases; en otros momentos, el núcleo estalla en la lectura: acostumbro leer en voz alta; tengo la esperanza de entrenar mi voz para poder hablar correctamente (he fracasado de una manera rotunda); ahora mismo se me hace absolutamente necesario tomar clases de dicción, acudir a un foniátra, mil y una cosas que pude haber hecho cuando todavía era un estudiante regular; pero ya se sabe, sólo cuando hemos visto nuestros mejores años pasar frente a nosotros nos pregúntamos qué hemos hecho con ellos.



Esto era precisamente lo que no quería, escribir de cualquier cosa, como si la vida no valiera la pena de ser vivida, como si no hubiera nada fuera de mi pobre caparazón. Ya ni siquiera puedo sentarme a ver una película completa. Me invade una suerte de ansiedad, un impulso vital que irremediablemente se ve sometido a la opresión de los pasatiempos en internet. Puedo sumergirme en la red todo el santo día sin que nadie altere la noción del tiempo. La televisión por cable hace un perfecto juego con el entretenimiento banal de las computadoras y los teléfonos celulares. Me pierdo en ese marasmo interminable, en espera de la muerte. Tal vez por eso no puedo sentarme a ver cine en televisión: porque es una terrible contradicción: el cine invita a la vida y ver televisión sólo promete una cosa: la muerte, una muerte dolorosa y lenta, la muerte del alma en manos de un despiadado demiurgo electrónico. 



Pero no se piense que estoy siendo muy estricto con la televisión. Después de todo, siempre queda la opción de apagarla, de enfrentarse a uno mismo como ahora lo hago. ¿O será esta también una evasión? ¿No será que todo lo que hacemos se propone burlonamente posponer ese sinestro encuentro con el yo? Me he mirado al espejo muchas veces en las calles, en medio de la noche, caminando en la vida de allá afuera. No es mejor que ésta, pero te deja una fatiga saludable; esta vida te deja sólo molestias vertebrales, insomnio, parálisis parcial de las extremidades, desolación.



No sigo aquí por gusto. Tengo muchas ganas de vivir la vida sin complejos ni ataduras mentales; pero nunca me doy la oportunidad de crecer, siempre encuentro un pretexto para regresar a este útero agradable, aséptico, bochornoso a la hora de pedir trabajo, una mancha imborrable en el curriculum de cualquiera. ¿Qué ha hecho usted los últimos cinco años de su vida? La repuesta correcta no es vegetar, pero casi... He perdido mucho tiempo tratando de ser indulgente conmigo mismo. Me he consentido hasta la ignominia. Me he hecho daño. Estoy consciente de que el tiempo perdido no se recobra, pero tampoco voy a lamentar lo que ha ocurrido en estos años. Me he convertido en una persona consciente de sí misma, demasiado consciente tal vez... Miro los toros desde la barrera. La frontera que me separa del ruedo está tan cerca, pero la veo tan lejos...


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