La batalla de Woodstock

Me imagino que, durante la década de los sesenta, la utopía era un gas de la atmósfera. De lo contrario, no me explico cómo seres tan abominables como los hippies pudieron ponerla en escena. Claro, es posible que, mediante alquimias desconocidas para la ciencia posmoderna, los productores de psicotrópicos la hayan convertido en ácido, pero, hasta ahora, la conjetura más convincente sobre el origen de la utopía moderna proviene de la genética: los choznos de Mendel confirman las noticias sobre una revolución de cromosomas que hubiera derrocado al tiránico gen del odio luego de un par de sangrientas guerras mundiales.
En cualquier caso, después de una borrachera sicodélica, la utopía había desaparecido de la faz de la tierra y sólo era posible invocarla mediante ritos cinematográficos. Sin embargo, con Taking Woodstock, Ang Lee resucita la utopía para someterla a un severo juicio cuando, inclemente, el fotógrafo de la película siembra un cataclismo óptico en la conciencia de los espectadores: el terreno devastado de la granja que congregó a miles de personas para escuchar un concierto memorable, en nombre del amor y la paz, se parece demasiado al escenario posterior a una batalla.
Después de ver esa imagen, el parecido entre la fraternidad y el genocidio me resulta tan natural como un terremoto.
En agosto de 1969 se libraron muchas batallas en el mundo. El festival de Woodtock fue sólo una de ellas.

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